Que un director como Bertrand Tavernier eligiera a Villepin como personaje de su última película no puede sino producir regocijo en el buen aficionado al cine. Todavía estremecido con el visionado hace unos meses de La vida y nada más, tenía muchas ganas de asomarme a estas Crónicas diplómaticas que han pasado sin pena ni gloria por los cines españoles. Lo primero que hay que decir que estamos ante una comedia. Una comedia de ritmo enloquecido que recuerda por momentos a los mejores momentos de los maestros Billy Wilder y Ernst Lubitsch, aunque con un toque muy francés. La película no es sino una adaptación de un cómic del mismo título, escrito por Abel Lanzac y dibujado por el gran Chritophe Blain. El guionista cuenta su propia experiencia como asesor del Ministerio de Exteriores, responsable del lenguaje, es decir, de la elaboración de los discursos que debía leer el Ministro. Lo que narra el personaje (Arthur Vlaminck en el film) es una especie de reportaje kafkiano acerca del enloquecido funcionamiento del Ministerio. El dirigente del mismo, llamado aquí con el muy aristocrático nombre de Alexandre Taillard de Worms) es una especie de ciclón andante, cuya entrada en un despacho es anunciada por un vendaval de papeles. También se caracteriza por un discurso verborreico y presuntamente culto, pero que en realidad oculta la más desoladora nada, aunque no haga más que reprochar a Arthur las deficiencias de su escritura y le conmine continuamente a mejorar su trabajo, aunque con indicaciones tan vagas como confusas.
Michel Foucault hablaba de responsabilidad y relaciones de poder a la hora de establecer un determinado discurso. Esta parece ser la premisa entre líneas de la propuesta de Tavernier. Frente a la frivolidad con que se nos presenta su elaboración, el fondo de la cuestión es bastante serio: oponerse al aliado sin romper lazos, ser firme en la defensa de los propios valores, pero a la vez tapar las contradicciones de la política propia. Todo esto parece a la vez divertido y angustioso, aunque los frutos del trabajo colectivo son patentes al final. Porque, después de todo, Villepin no queda tan mal retratado: puede que sea alguien de verbo absurdo, pedante hasta extremos irritantes (una de las mejores escenas es su almuerzo con una escritora Premio Nobel, a la que literalmente entierra en alabanzas y a la que no deja abrir la boca), pero los que frecuentamos ficciones literarias y cinematográficas sabemos por experiencia que detrás de cada persona excéntrica se oculta un buenazo. Taillard-Villepin no iba a ser la excepción. Gran trabajo, por cierto, el de Thierry Lehrmitte en un papel muy apetecible, pero mucho más difícil de interpretar con convicción de lo parece a primera vista. Tavernier se gradúa también en el campo de la comedia, con una obra muy equilibrada en todos sus aspectos y que solo cojea un poco en la subtrama, deficientemente narrada y poco justificada, de la novia del asesor, que solo sirve para que al final el señor Ministro se apunte otro tanto.