Pues bien, a consecuencia de todo lo narrado anteriormente nunca había encontrado el momento ideal para acudir a Patones. De modo que aproveché un día laborable que tenía libre para acudir con mi familia casi a hurtadillas, alejado del rumor del turismo y de las voces de los grupos y los guías con paraguas y las abuelas del Imserso. Resulta difícil concebir que un núcleo urbano tan reducido muestre sus estrechas calles atestadas de gente. Aunque quienes recorren los pueblos de la Comunidad de Madrid no deberían sorprenderse, pues suelen estar acostumbrados a las masificaciones de los lugares con encanto y los entornos naturales.
Lo pintoresco de Patones reside en dos elementos, a saber: su ubicación en lo alto de una montaña; su ejemplaridad como representante de la arquitectura negra. Se conoce como pueblos negros a aquellos situados en el entorno de la Sierra de Ayllón cuyas construcciones emplean una técnica que utiliza la pizarra como material. Patones posee viviendas sencillas de dos plantas (muchas rehabilitadas para albergar negocios hosteleros), un iglesia del siglo XVII, una ermita románica y un edifico comunal que hacía las veces de escuela. En diez o quince minutos el viajero puede recorrer todo el perímetro de la aldea, un lugar que un día estuvo aislado y mantuvo su estatus de “estado independiente” y que hoy, convertido en producto de consumo de viajeros urbanitas, se muestra explotado y exhausto como una doncella mancillada y abandonada a su suerte en un bosque para disfrute de unos pocos.