Había rabia en la forma como cogió carrerilla para impulsarse sobre la pierna, la derecha, y aplastar, con toda la planta del pie, el montón de tierra que había apilado minutos antes junto a la sombrilla familiar.
Se llamaba Álex. Así le había nombrado su padre, unos cuarenta años y pelo muy corto simulando algunas canas; bañador de esos cortos, de los que se usan para parecer más joven. Y a Álex no le gusta la arena. O sí, porque descarga sobre ella testosterona infantil y toda la energía que no le cabe en el cuerpo: dos cubos, una pala superlativa y la colchoneta de Spiderman.
A mí tampoco me gusta la arena de la playa, aunque no derrumbo sus castillos. Me disgusta su manera de apropiarse de las plantas de mis pies, los remolinos que hace entre las olas y esa manía tan suya de esconderse en la bolsa de las toallas para no irse nunca de las fibras... Alguien inventó o tuvo la brillante idea de plantar pequeñas fuentes al final de las plataformas de madera de acceso. Aún no se le ha reconocido en el país a esa mente preclara tamaña idea: se acabó, al menos, atravesar la calle, subir la cuesta, remontar la escalera con arena fina y pegajosa, ávida de interferir en vida humana, en las sandalias.
Lo cual no impide que la playa, su arena, el rumor de las olas y hasta el castillo conscientemente derruído de Álex, tengan otro tono y color bajo la luz de la luna.
...Pero esa es otra historia, claro.