Guardo todo aquello en mi cabeza, y me aferro a ello para no perderlo, para salvarlo del cruel desgaste al que el tiempo somete a la memoria. Aquellas imágenes se asientan en una misma región de mi cerebro, seguras, entre circunvoluciones, en la zona donde reposan los momentos singulares de mi vida, lo valioso y lo reivindicable. Y sin embargo, si alguien me pide que recupere el suceso que mayor impresión causó en mí durante aquellas jornadas, éste aflorará de un lugar distinto, desde aquél que registra las contradicciones del ser humano, los cuantiosos indicios de nuestra pequeñez, una zona de mi disco duro interno que tras todos estos años ocupa más espacio del que quisiera haberle otorgado. Recuerdo los porrazos en Sol, la estampida, las carreras cuesta arriba por la calle Montera, y recuerdo aquel momento, el extrañamiento, la perplejidad que me causó ver al paso las terrazas de los bares, repletas de personas ajenas, atentas sólo a sus bebidas y a las tapas, apenas cincuenta metros más allá del naufragio.
Cincuenta metros. Fue como atravesar una fina tela entre dos mundos. En el número 2 de Montera una incipiente revolución era acallada por las porras, pero nada se sabía de ella al final de la calle. Más abajo, una parte del pueblo era sometido por la violencia, mientras arriba, de espaldas al suceso, otra parte tapeaba como si no ocurriera nada. No me imagino mejor acto contrarrevolucionario, pensé, que sentarte tranquilamente a degustar unas raciones con la servilleta puesta. Mientras chopitos y bravas caían al calor de la noche, la democracia se desangraba a un par de pasos.
Tenemos la costumbre de falsear la realidad, de aplicar nuestro preconcebido concepto de las cosas incluso al hecho más crucial, así que creemos que entre la cotidianeidad y la guerra median abismos, que los chopitos y los porrazos son opuestos que se dan en continentes distintos, alejados millones de kilómetros entre sí. Pero no, la violencia y la seguridad, el compromiso y la indiferencia cohabitan en el mismo suelo. Aquel día, allí, en el kilómetro 0, lo vi más claro que nunca.
Han pasado apenas dos años, lo cual no es nada, y las calles refrescan mis recuerdos cada vez que voy al centro. El sabado, por ejemplo, estuve en la plaza del Callao, y aquella sensación volvió a importunarme. En esta ocasión con mayor intensidad que otras veces, porque algo de semejante signo volvió a darse. No les aburriré con obviedades sobre la situación del país; todos ustedes, víctimas de la quiebra, la conocen. Simplemente diré que me acerqué allí para escuchar a un profesor, como uno más de sus alumnos. La Universidad, al igual que en ocasiones anteriores en distintas ciudades, salió a la calle. Profesorado y alumnado se repartieron por distintos puntos de la capital para realizar a cielo abierto su actividad diaria (en este enlace tienen ustedes los motivos de los actos reivindicativos.)
Entre el gran número de clases a las que podía asistir me decanté, naturalmente, por aquella que cubría la materia que más me interesa. Fernando Ángel Moreno, amigo mío, doctor en Teoría de la Literatura y una autoridad en el campo de la ciencia ficción, daba una clase magistral. El título no podía ser más sugerente: La inexistencia del objeto estético. Durante unos cuarenta minutos, nuestro profesor abogó por la importancia de la obra por encima de los diferentes estudios que sobre ella se han hecho, reivindicando el objeto estético en sí mismo, al margen de las capas con las que las distintas escuelas han ido cubriéndolo e, ineludiblemente, enmarañándolo. Hay que liberarlo y dejar que estalle en nuestra percepción y que nos lleve por delante, defendió Moreno, quien mostró su escepticismo ante la perfección y defendió toda aquella obra que sublima por alguna característica aislada, aunque en conjunto no sea redonda.
Fue una clase tan divertida como interesante, una sorprendente amalgama de conocimientos y humor en la que el docente mezcló con gran pericia academicismo y cultura popular, Heidegger con Star Wars. La lección fue seguida con gran interés por una audiencia que no paró de crecer; con el paso de los minutos se fueron sumando espectadores anónimos, gente que pasaba por la calle. Los alumnos realizaban múltiples anotaciones mientras los curiosos miraban y escuchaban con atención. Yo, a medio camino entre ambos, quedé gratamente sorprendido y en lo personal muy satisfecho. Aprendí cosas nuevas e incluso tuve la osadía de estar interiormente en desacuerdo con algunas otras. Fue una experiencia enriquecedora en muchos aspectos, pero no es el contenido de la clase lo que centra el interés de esta entrada.
Verán, los responsables del evento me contaron que éste debía haber tenido lugar en la plaza del Callao y no en un lateral de la calle Preciados. Tenían los permisos del Ayuntamiento, concedidos hacía tiempo, pero la casualidad quiso que la clase coincidiera en hora y lugar con la organización del flashmob promocional de una película. Sobra decir qué acto hubo de ser desplazado a los alrededores. Puesto que se había anunciado en aquel lugar, se intentó no alejarlo mucho. Por desgracia. La música de fondo, el jaleo montado por la multitudinaria asistencia al hecho mediático, obligaba a los profesores a alzar la voz y a quienes los escuchábamos a esforzar los oídos. La suma de todas estas cosas me devolvió aquella sensación de la que les hablaba al principio, la de encontrarme cruzando realidades distintas. Un profesor de Teoría de la Literatura hablaba de la belleza en la obra literaria mientras sus alumnos tomaban apuntes. Detrás de ellos, al mismo tiempo, una multitud bailaba y reía celebrando el último producto de esa cultura en cuya defensa los chavales habían salido a protestar a la calle. Mientras un profesor y sus alumnos luchaban por la continuidad de la educación y la cultura de base en su país, un producto destilado de esa cultura los desplazaba para celebrar una comedia.
Yo me encontré en medio de todo esto y recorde todo aquello, lo de hacía dos años. Esta vez era más ruidoso. El modesto altavoz libraba una batalla con sus más sofisticados y potentes hermanos, y producía en mi cabeza una alternancia desquiciada. Conceptos como estructuralismo, formalismo y metaficción luchaban denodadamente en el aire por llegar a mí con claridad, pero mi cerebro les respondía I'm So Excited. Harold Bloom libraba batalla con las Pointer Sisters y caía derrotado. Pero eso no fue todo. Para demostrar la relatividad de las cosas, un tercer elemento entró a formar parte del conjunto. A la carrera, un pequeño grupo de manteros vino a refugiarse al soportal que teníamos a mi derecha. Como simples espectadores, aquellas siete personas, negras como el ébano, nacidas en un mundo más pobre a miles de kilómetros del nuestro, encontraron refugio al socaire del acto universitario.
De repente, la plaza del Callao adquirió propiedades de género literario, mostrándose ante mí como el punto de solapamiento de tres realidades en conflicto, el escenario de un relato que perfectamente pudieran haber escrito Jose Antonio Cotrina o M. John Harrison. Pensé en la ajenidad, en lo poco que le importaba este acto a las personas que saltaban en Callao, y en qué pensarían aquellos africanos, supervivientes diarios en nuestra tierra, de la irrelevancia que para nosotros tenía su problema. En medio de aquel barullo pensé en ello, y luego lo guardé en su sitio correspondiente.