Tras 10 horas de batalla, el resultado fue la derrota y destierro de Napoleón, el fin de la dominación francesa del continente y la confirmación de Gran Bretaña como la nueva gran potencia europea. Y, sobre todo, supuso unos 50.000 muertos. Para 10 horas de matanza no está nada mal ¿verdad?
Aunque yo he venido hoy aquí a hablar de dientes.
Siempre es un problema serio perder la dentadura. Un problema de salud, principalmente, pero también estético. Por eso, desde siempre, quien se lo ha podido pagar se ha puesto dientes postizos cuando ha perdido los suyos. Ya en la antigua Roma se usaban postizos de marfil sujetados con hilos de oro.
Las prótesis tenían sus ventajas y desventajas. A saber.
Había dos tipos de prótesis en el mercado: las ‘artificiales’ y las naturales. Las primeras eran dientes de hueso o marfil extraído de cuernos de animales. El aspecto era aceptable y permitían sonreír con cierta soltura. El problema de éstas era que no tenían esmalte, con lo que la caries atacaba rápidamente. El resultado eran dientes infectados, mal sabor y peor aliento.
La solución supongo que ya se la imaginan, arrancárselos a los muertos. La ventaja está clara: es menos fatigoso convencer a un muerto de que nos ceda su dentadura; además, solo hay que pagar a quién se la arranca, lo que abarata el producto. La desventaja es que muchos de los donantes, ya fueran ajusticiados en la horca o cadáveres desenterrados muertos por enfermedad, no eran muy fiables. A saber qué te podían contagiar, los pobres.
Waterloo Teeth
Y aquí, pacientes lectores, llegamos a Waterloo. Ahora que ya son casi expertos en historia de la odontología comprenden que el mejor donante de dientes postizos es un soldado joven muerto en batalla. La guerra de la Independencia norteamericana (1775-1783) ya había supuesto un filón para los comerciantes ingleses de dientes premium. Con Waterloo –50.000 almas, recuerden– vieron el cielo abrirse. Un golpe de suerte, un empujón para la economía. Napoleón se llevó un buen puñetazo, pero miles de dientes de otros fueron los que se esparcieron por toda Europa. El muerto al hoyo y el vivo al turrón de Alicante.
De toda la vida, cuando acababan las batallas, se han saqueado las pertenencias de los muertos y heridos que no podían defenderse; algunos eran rematados, más que por la patria, por unas buenas botas, lo que a estas alturas no se si es bueno o malo. El soldado llevaba lo poco que tuviera de valor encima, no había cajeros. A Waterloo, como a toda gran batalla con gran cantidad de carne de cañón, acudieron saqueadores del pueblo y alrededores. Toda batalla tiene sus mercaderes, siempre hay un buen negocio a la vista.
Monedas, joyas, armas, un abrigo… y unos buenos incisivos o colmillos en perfecto estado podían suponer ingresos para pasar una temporada. La carnicería, además, acabó con el ocaso, así que al resguardo de la penumbra pudieron extraer muchos dientes. Algunos autores sostienen, no obstante, que la mayoría de piezas arrancadas a los muertos se hicieron no en directo en el campo de batalla sino posteriormente, en las fosas comunes preparadas al efecto.
Para el cliente suponía esquivar la posibilidad de una dentadura de anciano muerto por enfermedad y adquirir unos magníficos dientes de un joven apuñalado o acribillado en Bélgica a balazos. Ni comparación.
Durante un tiempo se siguieron vendiendo muy bien, aunque los muertos los pusiera la Guerra de Crimea o la guerra civil americana. Indistinguibles, oiga.
Así se fue abaratando el precio sin estar pendientes de las fluctuaciones del mercado, podía ser ruinoso un largo periodo sin muchos muertos con que abastecer el negocio.
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