Mientras estamos protagonizando una historia de tira y afloja como la del conflicto de Catalunya con España, no podemos ser conscientes del peso de las ideas que defendemos y nos llevan a posicionarnos con firmeza de un lado o del otro, o simplemente a mantenernos en terreno neutral. Para alcanzar esa conciencia y poder analizar objetivamente cada hecho acontecido, siempre precisamos de tiempo y luego la historia es la que se acabará encargando de ponernos a cada uno en el lugar que nos corresponda.Para entender la realidad de un pueblo, hay que vivir dentro de ella. Es muy fácil intentar analizar una situación desde fuera, cuando no se es parte implicada, cuando no se conoce a los protagonistas y siempre resulta tan sencillo caer en el mal vicio de generalizar y de acabar metiendo a todo el mundo en el mismo saco. Es evidente que Catalunya no está exenta de los mismos pecados que ha cometido y comete el resto de España. La corrupción es uno de los más graves, siendo como una epidemia que lo acaba arrasando todo y, por desgracia, la sufrimos todos en cualquier parte del mundo. Tampoco es menos evidente que en el Parlamento catalán también se cometen errores garrafales y que muchas veces nos pierden las formas, como ocurrió el día en que se aprobó la Ley del Referendum. Ese día dimos un espectáculo bochornoso del que no deberíamos sentirnos orgullosos. Pero… ¿acaso al Govern de la Generalitat se le dejó otra opción? La oposición hizo lo posible y lo imposible por boicotear la aprobación de dicha ley. Incluso abandonaron en bloque el Parlament justo antes de que se iniciase la votación. El Govern no se echó atrás y consiguió su cometido. Nada que se diferencie mucho de otras leyes que se han aprobado en el Parlamento español con toda la oposición en contra, como la Ley Mordaza, sin ir más lejos. Amparándose en la legitimidad que supuestamente le otorgaba su mayoría absoluta.
El poder de las mayorías absolutas siempre resulta muy peligroso y las leyes que se acaban derivando de él demasiado cuestionadas.
El conflicto Catalunya-España no es algo precisamente nuevo, ni tampoco el capricho de cuatro separatistas radicales que quieran quebrar la buena convivencia del resto. Cada determinado tiempo, distintos gobiernos en Madrid han tenido que lidiar con sus homólogos de la Generalitat en negociaciones que no siempre han sido muy limpias por parte de unos y de otros y que siempre han acabado perjudicando a los mismos: los trabajadores, los pensionistas y los jóvenes, que han visto recortados parte de sus derechos y de sus aspiraciones. 23 años al frente de la Generalitat por parte de Jordi Pujol dieron para muchas negociaciones que enriquecieron a muchos (políticos, empresarios, banqueros, oportunistas), mientras nos engañaban con lemas como “España va bien” o “La feina ben feta no té fronteres” (“El trabajo bien hecho no tiene fronteras” o “Hem de fer catalanets” (“Hemos de tener más hijos”). Las investigaciones judiciales de los últimos años han destapado todos los entramados corruptos que se cocieron aquellos años que a los catalanes nos parecieron de bonanza porque no nos faltaba el trabajo y parecía que todos teníamos las mismas oportunidades. Descubrir que el honorable presidente nunca fue tan honorable, fue un golpe para muchos catalanes que habrían puesto la mano en el fuego por él. Pero enterarnos de las artimañas que el ministerio del interior español urdió para combatir el crecimiento del movimiento independentista nos provocó un asco tremendo y una desconfianza brutal hacia todo lo que se decide para Catalunya desde el gobierno central.
Todo ello, unido a la situación de crisis-estafa que hemos soportado todos desde el año 2008 y a las modificaciones que sufrió en nuestra contra nuestro Estatuto de Autonomía, han hecho que cada 11 de septiembre más personas hayan tomado las calles para reivindicar los derechos que les han usurpado entre unos gobiernos y otros.
Desde Moncloa, los gobiernos de izquierdas y de derechas han hecho caso omiso del reclamo de esas personas que se han seguido manifestando, año tras año, haciendo gala de un civismo y una paciencia infinita. Personas que no son precisamente anti-sistema, ni alborotadores radicales, sino familias enteras, con sus niños y con sus abuelos, expresando libremente su voluntad de formar parte de un país más justo para todos.
Entre esos independentistas, puede haber personas radicales. Por supuesto que sí. En todas las sociedades las hay, pero en todas son minoritarias. Cuando se convoca una manifestación, siempre puede haber algún payaso que se pase de frenada y acabe dando la nota, refugiándose en el anonimato que le procura la masa en la que trata de pasar inadvertido. Pero una golondrina no hace primavera. Y el incidente puntual de una bandera quemada o unos cristales rotos en medio de una manifestación de cientos de miles de personas no es argumento suficiente como para tildar de radicales a los independentistas catalanes.
En esas manifestaciones, tampoco faltan quienes, enarbolando banderas españolas, acaben increpando a los manifestantes y provocando desperfectos en la vía pública que acabamos pagando todos con nuestros impuestos.
Cuando en 2012, el expresidente Artur Mas intentó en vano negociar con Rajoy mejoras para el Estatuto catalán y éste volvió a hacer oídos sordos a su petición, se inició un camino de no retorno que nos ha llevado hasta el punto en el que nos encontramos ahora: Una Catalunya intervenida y ocupada por las fuerzas de seguridad del estado. Nos han aplicado el artículo 155, pero por la puerta de atrás, y están persiguiéndonos como a terroristas, sólo por reivindicar nuestro derecho a decidir.
Fuera de Catalunya, muchos pensarán aquello de: “De aquellos polvos, estos lodos” y considerarán que la actuación del ejecutivo de Rajoy es proporcionada y del todo legal. Pero los que la sufrimos desde dentro de Catalunya, consideramos que ese uso de la fuerza y la amenaza es ruin, cobarde y del todo condenable. Por mal que se hayan hecho las cosas desde Catalunya, nada justifica tales medidas de represión, impropias de un estado democrático del siglo XXI.
Lo que está pasando esta semana en Catalunya sólo lo sabemos los que lo estamos viviendo y asistimos, atónitos, a todo lo que se está publicando desde fuera, sin ningún conocimiento de causa. Se han manipulado noticias y fotografías para que los catalanes parezcamos unos descerebrados y unos fanáticos sin remedio. Nos han acusado de racistas, de delincuentes, de separatistas; incluso de nazis y de etarras, por nuestra amistad con el pueblo vasco. Estamos viendo diariamente cómo se malinterpreta todo lo que sale de Catalunya. Lo más triste no es que lo digan personas anónimas, porque todos tenemos derecho a opinar cómo nos dé la gana. Lo más irritante es que lo hagan personas que tienen una influencia notable en la opinión pública: periodistas de renombre, tertulianos, presentadores de televisión, artistas, escritores.
Uno puede estar en contra del Referendum de Catalunya o de cualquier otra comunidad autónoma de España, pero expresar esa oposición no tiene por qué implicar el insulto, la falta de respeto o las amenazas. Todos los contenidos pueden tener cabida en un debate, pero que no nos pierdan las formas.
Dado el modo cómo se han precipitado estas dos últimas semanas los acontecimientos, con registros de empresas y de domicilios particulares sin previa orden judicial, con detenciones al estilo de la postguerra, con amenazas por tierra, mar y aire, lo que sorprende es que el pueblo catalán se haya mantenido firme en sus convicciones, pero a la vez tranquilo, respondiendo a las amenazas con flores y sonrisas. Tomando las calles durante horas en protesta por la medida desproporcionada y antidemocrática de las fuerzas del estado central, pero de forma pacífica, creando un ambiente festivo.
Es de toda esa gente de la que deberían aprender los políticos de uno y otro lado del conflicto. De su civismo, de su determinación, de su hartazgo, de su capacidad para ir todos a una, sin fisuras, sin ponerse unos a otros la zancadilla.
Esa gente que ha decidido no acobardarse para no hipotecar de por vida el futuro de sus hijos ni la seguridad de sus ancianos. Que tiene claro lo que quiere y que tiene la certeza de que, de seguir como estamos, plantados de forma perpetua en el inmovilismo de Rajoy, que también fue el inmovilismo de Zapatero y todos cuantos gobernaron en Madrid antes que ellos dos, ayer estábamos mejor que hoy, pero hoy estamos mejor de lo que estaremos mañana.
Hay que lamentar que, en la madrugada del miércoles al jueves, mientras la guardia civil registraba la Consejería de Economía, algunos manifestantes destrozasen algunos de sus vehículos. Fue un tremendo error que nunca debió cometerse. De hecho, mozos de escuadra, Govern de Catalunya y representantes de los diferentes partidos implicados en la preparación del Referendum no dejan de advertir por activa y por pasiva que no hay que caer en provocaciones ni ejercer ningún tipo de violencia. Y la inmensa mayoría de la población está siguiendo al pie de la letra tales indicaciones, sin dejar de hacer su vida normal de todos los días. Los catalanes, independientemente de lo que pensemos, no nos sentimos para nada ni enfrentados ni acosados. Sólo vigilados, como vulgares delincuentes, por unas fuerzas de seguridad que nos son del todo ajenas y que no nos inspiran ningún tipo de confianza.
Hoy se ha hecho viral una frase que se le atribuye a un campesino catalán estos días:“Nos quieren enterrar, pero no saben que somos semillas”.
Esa frase encierra todo lo que parecen no entender ni Rajoy ni ningún otro dirigente que haya vivido en Moncloa.
Lo que está sucediendo en Catalunya no es ninguna exaltación de la anarquía, sino un fracaso total de la política, de la vía diplomática. Desplegar tanta fuerza de la manera tan chusquera como lo han hecho sólo es una demostración infantil y desprovista de toda lógica de la pataleta “yo la tengo más grande que tú”.
Aunque arrasasen toda Catalunya, nunca acabarían con este conflicto, porque es tan antiguo como la propia España. Y siempre quedará esa semilla en algún rincón del planeta y hará que crezcan nuevos árboles, cargados de ilusiones y de sueños que nos hablen de vivir en un mundo más justo y menos viciado por los caprichos y los orgullos propios de políticos que nunca estarán a la altura de sus pueblos.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749