Cruzarse de brazos

Publicado el 26 enero 2014 por Miguel García Vega @in_albis68

Muchas veces los actos más heroicos son los gestos más simples. Como cruzarse de brazos. Todo depende del contexto, de lo que hagan los demás. Entonces decir no o mantenerse quieto con los brazos cruzados es lo más difícil. Como muestra la fotografía tomada en los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo el 12 de junio de 1936. Ese día se procedía a la botadura del barco escuela Horst Wessel y el propio Adolf  Hitler  había venido a presidir el acto. Al paso del Führer todos los trabajadores levantan el brazo, como está mandado. Bueno, no todos, uno de ellos, solo uno, se cruza de brazos y le niega el saludo al dictador. Ha pasado a la historia como el hombre de los brazos cruzados.

Era el acto de protesta de un hombre común que tenía problemas con el régimen nazi por algo tan común como enamorarse y casarse. Pero para el régimen su boda, en abril de 1935, no era admisible: él era ario y ella de ascendencia judía.

El valeroso ejemplo de resistencia –o de puro cabreo, que no es lo mismo pero se parece– pasó desapercibido en ese momento, aunque años más tarde los aliados lanzaron la foto desde el aire para alentar a otros alemanes a sublevarse. En ese momento su identidad aún se desconocía.

Su nombre era August Landmesser y su problema con los nazis no era la foto sino uno mucho más común en aquella época y aquel lugar. Su matrimonio con Irma Eckler no era válido para las autoridades y, por tanto, su dos hijas, Ingrid e Irene, eran “una deshonra para el orden social de la raza aria”. Lo decían las Leyes de Núremberg, uno de tantos recordatorios para aquellos fanáticos del respeto a la ley, diga lo que diga. Su batalla legal August la perdió en 1938, cuando la Gestapo lo apresó y lo condenó a dos años y medio de trabajos forzados por tener relaciones extraconyugales (nótese la fina ironía nazi) con una mujer judía. De esa manera August era una deshonra para  “la sangre y el honor alemán”. Al salir del campo de concentración su rastro se vuelve borroso. En 1941 es obligado a alistarse en un batallón disciplinario y a finales de ese año su rastro se pierde definitivamente. Se cree que murió en acción de guerra en algún lugar de Yugoslavia.

Su mujer también es condenada y acaba sus días en enero de 1942, en el tristemente famoso campo femenino de Ravensbrück. Las niñas fueron criadas en un orfanato y es una de ellas, Irene, quien en 1991 encuentra de manera casual la fotografía en un periódico antiguo e identifica a su padre. A partir de ese momento el rostro de la dignidad ya tiene nombre. La fotografía se encuentra en el centro de documentación “Topografía del terror” ubicado en lo que habían sido las oficinas centrales de la Gestapo y la SS en Berlín.

Así que la foto que aún hoy día eriza el vello y oprime la garganta tiene un significado aún más profundo cuando se conoce la historia del protagonista. Landmesser no era un revolucionario, no era comunista y es posible que ni siquiera le interesara eso que algunos llaman la política. No era como Georg Elser, el carpintero comunista horrorizado ante el presente y el futuro de Alemania que le puso una bomba fallida a Hitler en Munich en 1939.

Landmesser era uno más. Un hombre que en 1931 se había afiliado al partido nazi para poder conseguir un empleo y que luego lucha contra un régimen que no le permitía casarse y formar una familia con la persona que había elegido. Una unión contranatura ¿les suena? Probablemente todo lo que quería era una vida sencilla. August era del montón y lo siguió siendo, un preso más y un muerto cualquiera en alguna cuneta olvidada de Europa. Pero gracias a un fotógrafo anónimo August se convierte en un hombre común que realiza un acto extraordinario. Un ejemplo que sigue vivo para recordarnos lo que es la dignidad y el coraje de mantener tus propias convicciones en medio de la tormenta. Y para ello solo tuvo que quedarse de brazos cruzados.

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El hombre del tanque de Tiananmen

Desde que empecé a escribir esta entrada me persigue otra imagen que encaja perfectamente en la de Landmesser. Les separan muchos kilómetros y muchos años de diferencia. Dos continentes, dos épocas diferentes; una foto en blanco y negro y la otra en color. La segunda fue captada el 5 de junio de 1989, durante la revuelta estudiantil de Tiananmen iniciada en abril y que el gobierno chino reventó a sangre y fuego ante la más enérgica repulsa de los mismos que seguían haciendo negocios con ellos. Hasta George Bush padre declaró sentirse conmovido, válgame dios.

Ese 5 de junio una columna de tanques avanzaba por la Gran Avenida de la Paz Eterna [sic] de la capital china. Desde el Hotel Beijing un grupo de reporteros occidentales tomaban fotos de lo que allí pasaba. De repente, un hombre solitario aparece de la nada, en camisa, con una chaqueta en una mano y una bolsa de plástico en la otra, como si viniera de la compra. Uno de los fotógrafos, Jeff Widener, piensa “el hombre solitario me va a fastidiar la composición de la foto”. Pero es todo lo contrario. Ese hombre se planta delante del primer tanque y consigue parar la columna.  Un hombre desarmado detiene con su cuerpo y su voluntad una columna de tanques, el simbolismo no puede ser más obvio. Existe un vídeo en el que vemos que el carro de combate quiere esquivarlo pero el hombre, tozudo, le cierra el paso. Incluso se sube al tanque y habla con los tanquistas, que imagino tan asustados como él mismo. O más. Al final aparecen unas personas, presuntos policías, y se lo llevan. Ya no lo veremos nunca más.

Esa es otra diferencia respecto a August Landmesser: se ha especulado mucho pero no se ha sabido nunca la identidad del valiente ciudadano chino ni su destino posterior. Y aunque me encantaría saber mucho más sobre él, lo que importa es que el hombre de Tiananmen y el de los brazos cruzados son el mismo hombre. Y tantos otros hombres y mujeres que no tienen foto famosa pero que se enfrentan a la injusticia nuestra de cada día con pequeños actos heroicos.

En este mismo blog he mostrado diferentes ejemplos de una mirada pesimista sobre el género humano. Cosas como el experimento Milgram o La Tercera Ola demuestran que la mayoría somos gregarios, egoístas y miedosos;  capaces de obedecer cualquier orden y defender sistemas corruptos, ineficientes e injustos. Se ve mucho en estos días, hace un rato acabo de presenciar algo así en un debate televisivo. Pero también es verdad que, aunque minoría, hay personas anónimas capaces de negarle el saludo a Hitler o parar una columna de tanques. La próxima tal vez sea su vecina. Sí se puede.