Cuadernos germánicos (XIII): viaje de vuelta

Por Esperanza Redondo Morales @esperedondo
Jueves 27 de agosto. Salimos de Maguncia poco después de comer y llegamos a Orleans por la noche, acompañados prácticamente todo el camino por la lluvia que no nos ha caído durante todo el tiempo que hemos pasado en Alemania. Se nos hace de noche por el camino y está tan oscuro que no vemos ni los castillos que hay por esta ruta, que normalmente se ven desde la carretera. Encontramos enseguida el hotel Escale Oceania, que es donde nos vamos a alojar por esta noche.
Viernes 28 de agosto. Nos levantamos temprano y damos una pequeña vuelta por el centro histórico de Orleans. El tiempo no acompaña demasiado desde que hemos llegado a Francia, y además no hay demasiadas cosas que ver: nos acercamos en primer lugar a la catedral gótica, uno de los edificios más conocidos de la ciudad, que incluso tiene al lado una pequeña zona de aparcamiento. Muy cerca está la casa de Juana de Arco, que en realidad no es tal, puesto que la auténtica se quemó en un incendio y la que se puede visitar en la actualidad es una reproducción moderna. Por último, y de camino hacia la catedral para recoger el coche, pasamos por la plaza du Matroi, en la que están montando el mercado aunque no sé yo si se acabarán volando todos los tenderetes...
Como hemos visto más o menos lo importante y nos sobra tiempo, decidimos poner en marcha nuestro plan B, que consiste en desviarnos un poco de la ruta y acercarnos hasta La Rochelle. No sé si en el trayecto desde Orleans hay algo relacionado con la Tierra Media o qué, pero juro que vi un cartel en la carretera que indicaba Rohan-Rohan. Me pilló tan de sorpresa que no atiné a hacerle una foto, y en el camino de vuelta no hubo manera de volver a encontrar ese cartel...
De esta ciudad destaca sobre todo su casco antiguo, con sus características calles cubiertas por arcos, que albergan los puestos de los vendedores durante los días en que tiene lugar el mercado. Como siempre, optamos por dejar el coche en un aparcamiento y recorrerla andando. Además La Rochelle es pequeña, así que no hay problema para verlo todo en no demasiado tiempo. En la misma plaza en la que se encuentra la catedral hay un aparcamiento, así que soltamos el coche y nos disponemos a caminar por la ciudad.
La catedral está consagrada a San Luis, y el edificio original data del siglo XIII. Fue destruida varias veces, y los trabajos de reconstrucción fueron interrumpidos también varias veces por falta de presupuesto. Los campanarios nunca llegaron a terminarse, por lo que oficialmente la construcción está incompleta. En cualquier caso, la verdad es que esta catedral no es de las que llama la atención, a mí por lo menos. Y más después de haber podido ver la de Colonia... Ni punto de comparación con esta, desde luego, aunque para gustos ya se sabe.
Otros de los edificios interesantes para ver son la casa de Enrique II, que se construyó en el siglo XVI, y que destaca porque no se trata de una casa auténtica sino que está formada por galerías y pasillos superpuestos que componen un laberinto. Sólo puede visitarse reservando con antelación, así que como hemos venido a la aventura nos quedamos sin verlo. El otro edificio importante es el ayuntamiento, del cual no se sabe con seguridad quién fue el arquitecto que lo diseñó. Se puede acceder libremente a su patio interior.
Pero sin duda, lo más destacable de La Rochelle es su puerto antiguo, que fue construido en el siglo XIII, y se fortificó prácticamente desde el inicio de su construcción. Es famoso porque desde él zarpaban los barcos que se dirigían a las colonias de América del Norte, y durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió en base para las operaciones de la flota de submarinos alemanes. En sus cercanías es donde se concentran la mayoría de los restaurantes de la ciudad; en casi todos ellos se ofrece principalmente pescado, que recomiendo. Hay menús de diferentes precios para elegir, aunque cuidadín sobre todo con las bebidas y los postres, porque ahí se subirán a la parra. Y por supuesto, a pesar de ser un sitio de lo más turístico, aquí también los franceses no hablan en otra cosa que no sea francés ni aunque los maten...
También en las cercanías del puerto están algunas de las torres que dominan la ciudad; son cuatro: la de San Nicolás, en la parte oeste del puerto, que data del siglo XIV y es la más alta de todas; la de la Cadena, del siglo XV, situada enfrente de la anterior; la de la Linterna, que se encuentra en el extremo este del puerto, está unida a las anteriores por medio de una muralla y sirve a la vez como faro y lugar defensivo; y la del Reloj, que es la que da entrada al casco antiguo de la ciudad.
Después de la visita a La Rochelle, ponemos rumbo a España. Nuestra próxima parada es Oiartzun, concretamente el hotel Lintzirin. De nuevo el tiempo es lluvioso, a pesar del sol que nos ha acompañado en La Rochelle, y cuando llegamos ya es de noche así que nos acomodamos en el hotel, ponemos un poco la tele (no sé por qué nos da por ver un partido de fútbol en euskera, porque no consigo entender más que cuatro palabras de cada cien...) y dormimos hasta el día siguiente.
Sábado 29 de agosto. Como Juan no conoce San Sebastián y yo le había dicho miles de veces que es una de las ciudades más (para mi gusto) bonitas que he visitado, habíamos decidido hacer una pequeña parada aquí antes de volver a casa. Dejamos el hotel por la mañana temprano y nos vamos hacia allí. Aparcamos en Pío XII y recorremos la ciudad andando, para variar.
Caminando en dirección al paseo marítimo, el primer sitio en el que paramos es en la catedral del Buen Pastor, que por cierto me entero de que el arquitecto encargado de su construcción se inspiró en la catedral de Colonia para edificarla. Como es muy temprano aún y no hemos desayunado, paramos en un bar de la avenida de la Libertad, con un camarero muy simpático que nos trata como si nos conociera de toda la vida. Desde allí, horror y terror, veo que hay unas vallas justo en el paseo marítimo, así que no sé si nos podremos acercar a la playa o no...
Falsa alarma: al ir hacia el ayuntamiento vemos que la valla no obstaculiza el paso hacia la playa; menos mal. Vamos caminando hacia nuestra derecha, en dirección a la parte antigua, y pasamos por el puerto, a los pies del monte Urgull. Junto al puerto se encuentra el aquarium, que fue fundado allá por el año 1928, aunque se han llevado a cabo en él numerosas reformas hasta que hace poco ha quedado como se conoce actualmente. La última vez que estuve en San Sebastián, normalmente acabábamos aquí el paseo; sin embargo esta vez continuamos un poco más allá, por el paseo nuevo, que rodea la montaña y está justo pegado al mar. Cuando haga muy mal tiempo supongo que no se podrá andar por allí, porque si a veces en invierno he visto las olas saltar por encima de la barandilla de la playa de la Concha, con el mar tan cerca, el oleaje debe de ser espectacular.
Volvemos sobre nuestros pasos y esta vez nos adentramos un poco en el casco viejo, con sus calles estrechas y muy animadas, llenas de tascas y de tiendas. En esta zona se encuentran, además, la iglesia de Santa María, del siglo XVIII, y la iglesia de San Vicente, del XVI. El centro del casco viejo es la plaza de la Constitución, que fue una antigua plaza de toros y que en la actualidad acoge la famosa tamborrada que se celebra cada 20 de enero. Detrás de la plaza se encuentra el monte Urgull, con un camino que sube hasta una fortaleza que data del siglo XII y que hoy es un parque.
De nuevo en el puerto, seguimos caminando paralelos al paseo marítimo. Frente a la playa de la Concha está la isla de Santa Clara, justo en mitad de la bahía. Se puede acceder a ella en el servicio regular de barco que sale hacia allí desde el puerto cada media hora. A pesar de su reducido tamaño, la isla tiene también una playa (conocida como la perla de la Concha) que sólo aparece cuando la marea está baja. Sin embargo, hay bastante gente que visita Santa Clara en verano, por lo que la playa tiene incluso servicio de socorrista, duchas y un chiringuito.
Sin duda, la estrella de San Sebastián es la playa de la Concha, que tiene esa forma tan característica que le da su nombre, y que suele salir en casi todas las postales. Sin embargo también hay otras playas, como la de Ondarreta (a continuación de la de la Concha) y la de Zurriola. Caminando por el paseo marítimo llegamos hasta el palacio de Miramar, de estilo inglés y con unas vistas espectaculares a la bahía. El edificio es propiedad del ayuntamiento, y actualmente está destinado a la celebración de congresos y seminarios organizados por la Universidad del País Vasco. Sin embargo, el acceso a los jardines es totalmente libre.
Por último, dejando atrás la playa de Ondarreta, nos encontramos al final del paseo marítimo con el famoso peine del Viento, justo a los pies del monte Igueldo. Se trata de una de las obras más famosas del escultor vasco Eduardo Chillida; está formada por tres esculturas de acero, adosadas a las rocas y casi metidas en el mar. La plaza desde la que se ven las tres esculturas, cuyo suelo es de adoquines, se diseñó de tal manera que cuando rompen las olas y el agua entra por la cueva que hay debajo del suelo, sale por unos agujeros que se encuentran en él. Si te colocas encima de uno de estos agujeros, no sólo notarás perfectamente un chorrazo de agua y aire, sino que puede que, como yo, acabes con unos pelos de loca que paqué. Este monumento es de acceso libre y no tiene horario; imagino que, como en el paseo nuevo, únicamente no dejarán pasar cuando haya mucho oleaje.
Después de este agradable paseo, caminamos de nuevo hasta Pío XII para recoger el coche y hacer una última parada, precisamente en el monte Igueldo, que se encuentra situado en la parte alta de la ciudad, en su lado occidental, y ofrece unas espectaculares vistas de la bahía. Tiene además un pequeño parque de atracciones, que data de principios del siglo XX. Para acceder al monte, tanto en coche como a pie, hay que pagar una tasa de 1’70 € por persona. También, si lo preferimos, se puede subir en el funicular, que sale de Ondarreta cada 15 minutos y cuesta 2,50 ida y vuelta por persona.
Por la tarde, ya en casa, ponemos punto final a nuestro viaje. Ha sido un palizón de nada menos que 7.000 kilómetros recorridos en algo menos de dos semanas, pero desde luego ha merecido la pena. Como colofón, me quedo sin duda con nuestra última foto:

Fotografías: Juan Martínez Jarque