Sin embargo, hay una profesión cuyos protagonistas están en el centro de muchas conversaciones, una que alcanza cierta exposición mediática e incluso prestigio, y que aún así me parece que no se encuentra –sé que especulo, pero mantendré mi opinión– dentro de lo primero que un padre quisiera oír de su prole. ¿Qué pensaría usted si al hacerle la recurrente pregunta, su hijo contestase: “¡Yo quiero ser árbitro deportivo!”?
Nadie discute la importancia de los árbitros; a la hora de las discrepancias y en igualdad de condiciones, hay que recurrir a una entidad garante de las reglas establecidas y que pueda emitir un veredicto si es necesario. Por definición, es difícil que quien tenga esta responsabilidad sea del agrado de todos; así, la profesión de árbitro parece estar signada por la impopularidad.
La primera noción que tengo de esa impopularidad proviene de las corridas de toros a las que mis padres me llevaron cuando niño, en la plaza “Nuevo Circo” de Caracas. Uno de los rituales de la fiesta brava es el paseíllo, el saludo que las cuadrillas hacen al público antes de comenzar la corrida; lo encabezan los alguacilillos, representantes de la presidencia, vale decir, de la figura arbitral. Siempre me sorprendió que cuando salían los alguacilillos, el público les dedicaba una silbatina de marca mayor. Un fenómeno similar encontré en los juegos de béisbol profesional venezolano a los que asistí; los primeros en salir al campo antes de comenzar el partido son los árbitros y la rechifla con la que los espectadores suelen recibirlos es fenomenal. Imagino que como parte de su formación los árbitros se entrenan para cargar con ese fardo.
Dadas las masas y el fervor que generan algunos eventos deportivos, amén del dinero que en ello hay puesto, las decisiones de un árbitro representan mucho. Este asunto del poder de un árbitro es fascinante; por ejemplo, según las reglas de fútbol 2009/2010 de la FIFA, se marca un gol “cuando el balón haya atravesado completamente la línea de meta entre los postes y por debajo del travesaño, siempre que el equipo anotador no haya cometido previamente una infracción a las Reglas de Juego”. Pero en esencia no es así, o en todo caso no es suficiente: El gol existe sólo a partir del momento en que el árbitro lo decreta.
No se equivocan sólo los árbitros de fútbol; hace poco en Estados Unidos, en lo que habría sido la última jugada del partido, una decisión arbitral inexacta impidió al pitcher venezolano Armando Galarraga completar un “juego perfecto”, una de las hazañas más difíciles de realizar en béisbol. El propio árbitro, después de haber visto los videos correspondientes, reconoció descorazonado su pifia, pero ya el daño estaba hecho; para que tengan una idea, en aproximadamente siglo y medio de béisbol profesional se han logrado sólo 19 juegos perfectos y si no me equivoco, ningún pitcher ha lanzado dos.
Nadie se queja si el árbitro tiene buen desempeño, pero tampoco he visto –otra vez el síndrome de la electricidad– que los feliciten de manera explícita por ello. Quisiera ahora agradecer que existen esos personajes que deben convivir con la probable antipatía de al menos los incondicionales de uno de dos bandos. Al mismo tiempo, yo que soy sólo un seguidor común y corriente, difícilmente logro explicarme cómo el fútbol, deporte popular rey, aún no aprovecha recursos como el video para ayudar a los árbitros –que en tanto seres humanos no son infalibles– a realizar mejor su labor.
Cierro este saludo a los árbitros, símbolos de protección deportiva y expuestos ellos mismos a riesgos inauditos, con una historia que estarán hartos de escuchar como parte de su fardo. Una vez se organizó una partida de fútbol entre el Cielo y el Infierno y los ángeles fueron a presumir ante los demonios, diciendo: “Vamos a derrotarlos; aquí en el Cielo tenemos a los mejores jugadores del mundo. No hay forma de que puedan vencernos”. Entonces los demonios ripostaron: “Son ustedes quienes perderán el partido. ¡Nosotros tenemos aquí a todos los árbitros!”
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