Al igual que Pedro, mientras se hundía en el mar, decimos: “¡Señor, sálvame!” (Mt 14.30). Clamamos con desesperación cuando recibimos malas noticias, porque reconocemos que solo Dios tiene el poder de cambiar las circunstancias. Si estamos caminando obedientemente con Él, sustituirá al temor con valentía y confianza.
Un grito de auxilio dirigido al Padre celestial tiene sus raíces en la fe de que Él responderá con una dirección clara. Éxodo 17 detalla la manera en que el Señor demostró su fidelidad en Horeb. Cuando los errantes israelitas se quejaron de nuevo contra su líder —esta vez por su sed—, Moisés clamó a Dios: “¿Qué haré con este pueblo?” (v. 4). El Señor respondió al instante con una solución que satisfizo tanto la sed de los israelitas como la desesperación de Moisés.
Ya sea que nos estemos hundiendo en un mar de sufrimiento, o buscando con desesperación un sorbo del agua de vida de Dios, el Señor oye nuestras súplicas. Y nos dice de nuevo: “Me invocará, y le responderé; yo estaré con él en la angustia; lo rescataré y lo honraré” (Sal 91.15 LBLA).
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