Cuando el Ártico se derrite

Publicado el 15 marzo 2015 por Rafael García Del Valle @erraticario

Hay tres procesos que aceleran el cambio climático sobre los que el homo sapiens apenas si tiene algún control -por no decir ningún control- a estas alturas porque están demasiado interconectados: la pérdida del hielo, el debilitamiento de las corrientes oceánicas y las emisiones de metano.

No se puede hacer nada porque son mecanismos de retroalimentación; una vez se activan, siguen su curso y agravan la situación de forma exponencial por cada ciclo que se cumple.

Hay una corriente que va desde el Golfo de México hasta las costas de Groenlandia; se llama "cinta transportadora del Atlántico Norte". Su mecanismo es el siguiente: el agua cálida de los trópicos sube por la superficie del océano hasta las zonas más septentrionales porque allí el agua fría se hunde y genera una corriente submarina hasta el Golfo.

El derretimiento de los hielos árticos aporta cada vez más agua dulce al océano. El agua dulce es menos pesada que la salada, así que no se hunde, sino que se diluye por la superficie y frena el curso del agua cálida. La cinta transportadora se ralentiza y el agua cálida se diluye en la fría, haciendo que las temperaturas del Norte aumenten. El hielo se derrite a más velocidad y la corriente se ralentiza aún más.

Al mismo tiempo, el flujo de agua cálida también es menor. El calor de la cinta transportadora del Atlántico Norte es el que mantiene estable la temperatura media de Irlanda y Reino Unido, de modo que su ralentización provoca una paulatina pero finalmente drástica bajada de temperaturas en las islas británicas.

Los efectos del agua dulce sobre la corriente atlántica se descubrieron hace apenas una década. Hasta entonces, nadie podía imaginar que el derretimiento de los casquetes pudiera generar un proceso en cadena imparable. Porque el asunto va mucho más allá.

El cambio de temperaturas generado por una parada de la cinta transportadora del Atlántico Norte afectaría sucesivamente a todas las demás corrientes del planeta. Los cambios de temperatura generados, consecuentemente, alterarían la presión atmosférica y cambiarían la circulación del aire.

Si los vientos cambian, las consecuencias apenas son imaginables por nuestra mente profana. Por ejemplo, hay una corriente atmosférica que une el Sahara con el Amazonas de la que apenas se está comenzando a saber algo. El viento levanta el polvo del Sahel y arrastra todos los años más de 27 millones de toneladas de minerales, como el fósforo, esenciales para que la selva amazónica pueda sobrevivir, pues es esta corriente de arena la que repone los nutrientes que la jungla pierde tras las largas e intensas lluvias tropicales.

En 2011, la corriente disminuyó. No se sabe muy bien por qué. Se ha sugerido que un aumento de lluvias en el Sahara habría reducido la cantidad de polvo lanzado a la atmósfera; yendo más allá, otra opción propuesta por los científicos es que las corrientes de aire hubieran cambiado primero, siendo este cambio el que habría aumentado las lluvias en ciertas regiones del desierto y asentado los depósitos de minerales.

Pero el derretimiento del hielo ártico no sólo cambia el clima a través de las corrientes oceánicas. También está contribuyendo a cargar la atmósfera con gases de efecto invernadero.

El permafrost es el suelo congelado que cubre las regiones árticas, desde Siberia a Canadá, desde Alaska a Noruega pasando por Islandia. Está compuesto por materia orgánica almacenada desde hace cientos de miles de años cuya profundidad alcanza los tres metros bajo el hielo.

Según se derrite el hielo, los microorganismos que habitan el suelo acceden a más y más de esta materia orgánica, transformando en metano el hidrógeno y el dióxido de carbono almacenados en los sedimentos vegetales. Cada día que pasa se conocen nuevas especies de estos microbios y nuevos comportamientos que hasta ahora no se contemplaban en los cálculos científicos, como que son capaces de desplazarse incluso cuando las temperaturas son extremas y sobrevivir en ambientes cargados del metano que desprenden.

Todo ello convierte el Ártico en una bomba a punto de estallar: se calcula que la cantidad de gases de efecto invernadero que se almacena en las regiones árticas duplica la que hay en la atmósfera.

Es ahora cuando los científicos empiezan a entender un poco, pero sólo un poco, de qué va el asunto ese de la biosfera interconectada. Una vez que se prende la mecha, por pequeña que sea, ya no hay vuelta atrás.

Los humanos, mientras tanto, siguen a lo suyo. De vez en cuando, hay una conferencia del clima en que se pasa el tiempo con negociaciones de alto contenido político y empresarial.

Allí se juega a decidir si los humanos quieren o no quieren detener el proceso de cambio climático. Como si realmente pudieran. De poco va a servir discutir estos asuntos humanos, demasiado humanos para que, aun llegando a algún acuerdo histórico que por el momento ni está ni se le espera, se pueda evitar la catástrofe a estas alturas de la película.

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