No es infrecuente oír, en épocas de temporal como el que, hace unos días, puso en alerta a toda la costa asturiana, expresiones como que “no se recuerda ninguno igual”. Si bien es cierto que el calentamiento global ha desquiciado hasta límites extraordinarios esa proverbial fuerza del mar, y especialmente la del siempre peliagudo Cantábrico, no son pocos los temporales de gran magnitud que, en el último siglo, han azotado a Gijón. A lo largo de la historia, los envites del viento, la lluvia y las olas han traído a la ciudad historias increíbles: desde perritos muy leales protagonizando tristes escenas dentro de la tragedia hasta, incluso, encubrimientos de espantosos y muy sonados crímenes. Repasemos, muy someramente, algunos de aquellos fenómenos.
1909. Destrozos en la pasarela del Piles
A mediados de septiembre, la pasarela del Piles sufrió las consecuencias del temporal y, a su vez, de la deficiente reparación a la que había sido sometida tiempo atrás: parece ser que por entonces no se habían sustituido dos pilotes en mal estado que, al llegar el viento, reventaron.
1910/1911. Más de un mes de granizo y olas
El 15 de diciembre, la marejada reinante ofreció un espectáculo que, aseguraron, pocas veces se había visto antes. “Las olas, formando gigantescas montañas”, leemos en EL NOROESTE, “rebasaban los limites del muro de San Lorenzo (…) Pocas veces hay ocasión de presenciar el espectáculo que ayer brindaba el embravecido Cantábrico.” Entre las calles Caridad y de la Playa, el muro de San Lorenzo sufrió grandes desperfectos, y corrió peligro la vida de una pareja de mujeres que, ajenas al temporal, bajaron a recoger arena a la playa. De no haber sido por la presencia cercana de unos marineros que saltaron a por los cuerpos a la deriva, hubiéramos tenido que lamentar dos desgracias.
Sea como fuere, el mal tiempo se prolongó durante un mes. En enero de 1911 llegó la peor parte del temporal: el granizo hizo su presencia en la ciudad acompañado de vientos de tal magnitud que la circulación de tranvías hubo de ser suspendida.
1925. Jugando a “aguantar cachones”
Fue tan fuerte el temporal desatado en la madrugada del 24 de febrero, y tan insensata la actuación de algunos vecinos, que empezó a hablarse este año ya de las imprudencias cometidas por bastantes curiosos que arriesgaron su vida por mera diversión. En efecto, el día 24, mientras enormes olas rompían contra el muro de Liquerica y se llevaba algunos de los barcos encallados en Fomento a la deriva, se dio cuenta de varios muchachos que jugaban a “aguantar cachones”, es decir, olas de considerable magnitud, con su propio cuerpo.
La cuestión fue que el agua del mar llegó a inundar algunos portales de la calle Ezcurdia y el muro, en los días posteriores, fue una inmensa segunda playa cubierta de arena. El muro sufrió desperfectos de gran magnitud.
1929. Un crimen bajo las llamas del temporal
Los fortísimos vientos reinantes en la noche del 25 al 26 de febrero de 1929 convirtieron a Gijón en pasto de las llamas y contribuyeron, en cierto modo, a que también fuera protagonista de uno de los mayores misterios ocurridos en la villa en los años 20. Efectivamente, el viento azuzó las llamas que arrasaron con el 17 de la calle Cifuentes, produciendo gran alarma entre el vecindario, y ni siquiera la intervención pronta de los bomberos pudo evitar grandes pérdidas materiales. También ardieron en llamas el 40 de Alfredo Truán y el bajo del 131 de San Bernardo, pero éste último, “de mentira”: unos ladrones que habían entrado a robar (esto se supo después de muchas investigaciones y teorías descabelladas en boca del pueblo) en el pequeño puesto de frutería de la infortunada anciana María del Valle aprovecharon el temporal reinante y el gran número de incendios habidos aquella noche en la ciudad para fingir otro y ocultar, así, el cadáver de la frutera, a la que habían asesinado de un hachazo.
1935. El muro se viene abajo
De todos los que azotaron Gijón a principios de siglo, fue el más grande que se recuerda, en tanto en cuanto los desperfectos fueron de índole millonaria. La gente se agolpaba para ver el estado apocalíptico en que, tras el enorme temporal ocurrido en la noche del domingo al lunes 10 de diciembre, había quedado el tramo de muro comprendido entre las calles del General Riego (hoy en día, calle de la Playa) y Premio Real: 75 metros de escombros en cuya “elaboración” no hubo que lamentar daños personales. Aunque sí se temieron: la Guardia municipal hubo de mediar, porrazos y luces rojas rodeando los destrozos mediante, para evitar que muchos gijoneses se acercasen demasiado a las ruinas. “El aspecto del mar en toda la playa”, dice LA PRENSA del día 11, “resultaba un espectáculo fantástico, principalmente en la parte afectada por los destrozos, saltando el agua a gran distancia al estrellarse unas olas contra otras o éstas contra el muro, lo que sucedía con tal fuerza que era de esperar el derrumbamiento definitivo de toda la parte agrietada de aquel trozo de la Avenida de Rufo Rendueles.”
1946. El Molinón, inundado
Temporal de muy señor mío. Ocurrió a finales de febrero: las lluvias torrenciales (llegaron a alcanzarse los 77 litros por metro cuadrado) desbordaron el Piles, quedando inundadas las Mestas y el Jai-Alai; el campo de juego del Molinón quedó sepultado tras un metro de agua –que se dice pronto-. Gijón se quedó sin línea de teléfono, deficiencia que, en aquellos años, pocos ciudadanos repararon.
El fenómeno se repitió unos meses después. La madrugada del 8 de diciembre, domingo, estuvo pasada por agua hasta tal punto que se registraron derribos de chimeneas, tejas, algunas farolas de, entre otras, la calle Corrida, se produjeron dos incendios, uno en las casas del Sebo en el Frontón y otro en la carretera Carbonera y saltaron varias planchas de zinc del techo de la tribuna del Molinón.
1957. Tragedia dentro y fuera de las pantallas
Gijón se vino abajo. Literalmente. El temporal de 1957 fue, sin duda alguna, el más grande que se recuerda en la ciudad, tanto por magnitud como por las trágicas consecuencias que trajo. Empezaron los vientos huracanados a azotar la ciudad el 13 de febrero, a primera hora de la mañana: se produjeron gran número de incendios que los bomberos intentaron apaciguar sin dar abasto, y las obras que poblaban la ciudad pre-desarrollista complicarían aún más la situación. Sencillamente, el viento las tiró abajo, sin precaución de quien estuviera paseando por la calle ni la consistencia de la construcción con la que se cruzasen los escombros al vuelo. Ya el 13 una joven resultó herida mientras pasaba por la avenida de Rufo Rendueles a primera hora de la mañana: le cayó encima una pared.
“Jamás en la historia de nuestra playa”, reconocía el VOLUNTAD, “se había registrado un suceso de tan dramáticas consecuencias, pues si hace una veintena de años parte del Muro también se vio abatido, no fue con el alcance que tuvo en esta ocasión ni tampoco con las terribles consecuencias”. Se refería al temporal de 1935 y al hecho de que, ahora, hubiera habido una víctima mortal. La tragedia ocurrió en las humildes casitas, hoy ya sustituidas por colosos de cemento setenteros, que rodeaban las obras del hotel Miami (reconvertido, en 1974, en el Príncipe de Asturias). Allí, en el 39 de Canga Argüelles, también se ocultaban miserias: el patio interior de la casita hacía las veces de minúscula ciudadela donde vivían, en poco espacio y nulas calidades constructivas, tres familias. La de Román Riesgo, vendedor ambulante, tuvo la fortuna de no encontrarse en casa cuando, temerosos de que se viniera abajo, los obreros cubrieron una pared medianera de ladrillo del nuevo hotel, construida días atrás y aún no fraguada, con alto riesgo de derrumbarse, con tablones de protección.
No preveían que la intensidad de los vientos se incrementaría aquella noche y que el remedio iba a ser peor que la enfermedad: a eso de las diez de la noche, la pared, de veinte metros de altura, se vino abajo sobre las humildes casitas del patio de Canga Argüelles. En la segunda casa, la familia de un pescador jubilado sufrió heridas leves, pero la tercera fue, literalmente, sepultada por los ladrillos y los tablones del hotel Miami. Rafael Gregorio, hijo de una camarera del Café San Miguel, murió en los brazos de su horrorizada abuela cuando ésta, sin escapatoria alguna, intentó protegerle con su cuerpo de la tormenta de escombros: uno de los tablones, sin embargo, logró alcanzar la cabecita del bebé, de apenas diez meses, matándole en el acto y sepultando el cuerpo. Contó la prensa que, unas horas más tarde, cuando los vecinos retiraban los escombros, dieron con el perro ratonero que acompañaba a la familia Gregorio en sus miserias, sepultado entre ellos e increíblemente vivo y feliz de recuperar su libertad: lo primero que hizo el animal, de nombre (Leal) más que propicio, fue ir meneando el rabo a lo que había sido, hasta esa misma tarde, la habitación del bebé. A buscarle. Criatura.
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