Revista Cine

Cuando el cine amenace a la palabra haz lo más sensato: acabar con la crítica elitista

Publicado el 17 marzo 2010 por Sesiondiscontinua
Bernard-Henry Lévy está doblemente preocupado: primero porque --como judío-- determinados estrenos de Hollywood falsean acontecimientos históricos muy serios y muy intocables que deberían estar por encima de toda ficción; y segundo porque quienes se atreven a hacerlo son directores de primerísima fila que hacen muy bien su trabajo, incluido manipular la historia. Antes de lanzarme a su yugular, mencionaré como de pasada que este ilustre filósofo sólo se rebaja a tratar asuntos cinematográficos cuando le mientan el holocausto o a sus antepasados; el resto del año lo reparte cómodamente entre la actualidad política que le afecta más directamente y sesudas novedades literarias de lejano impacto en el lector medio.
Después de leer
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" target="_blank">su texto pienso: ¿Realmente existen motivos de preocupación? ¿Debemos saltar a los botes salvavidas? Pues mire usted, no. Lévy reaviva la radiación de fondo propia de los intelectuales para quienes el libro es el único medio válido para la transmisión de verdades históricas. La indignación nace de su temor a que filmes como Shutter Island de Scorsese y Malditos bastardos de Tarantino transmitan a los espectadores más jóvenes una visión equivocada --o peor aún: frívola-- del pasado reciente, incluso tomar por cierta la realidad mostrada en la ficción. Lévy no se ocupa de películas menores o de distribución insignificante que juegan con el pasado, puesto que su escasa repercusión las hace inofensivas, sino de taquillazos de alcance mundial que pueden afectar a millones de personas. Ese, y no otro, es el motivo que ha llevado a Lévy a ponerse ante el teclado.
No nos engañemos: desde que --allá por los años sesenta del siglo XX-- el cine está presente en los temarios de las universidades, los historiadores (y también toda clase de científicos sociales, filósofos, ensayistas y estudiosos) han desmenuzado a conciencia el contexto histórico de innumerables filmes, llegando a dos conclusiones obvias: a) que todos o al menos uno de los acontecimientos narrados no se ajustan a la realidad histórica establecida en los libros y b) que el vestuario, los decorados, el maquillaje, el atrezzo y/o la ambientación no son adecuados en algún mínimo aspecto desde el punto de vista histórico. Los peinados, las túnicas, las espadas, los carruajes, la forma de presentar a los esclavos, el lugar donde transcurre una escena... siempre encuentran algo que no sucedió exactamente como ellos aseguran y lo emplean como arma arrojadiza contra la calidad y el respeto que les merece el filme.
Estoy convencido de que en lo básico tienen razón. Es más, estoy seguro de que sus argumentos son coherentes y ponderados; ahora bien, ¿qué puñetas importa si la película cumple su objetivo, ya sea ganar dinero, entretener o recrear --probablemente desde la perspectiva y la ética del presente-- un momento del pasado? Estos funcionarios de la historia olvidan que en el cine de ficción sus parámetros de verdad no se aplican de la misma manera ni con la misma intensidad que para la argumentación escrita; no tienen en cuenta que en definitiva están manejando en sus análisis criterios textuales inútiles para el estudio de la imagen audiovisual.
Lévy no es una excepción: pertenece --por generación, estudios, actividad, ingresos y convicciones-- al complejo editorial-universitario, actividad que se autoconsidera en la cumbre de la pirámide de la certeza y del prestigio social, mientras que el cine no pasa de entretenimiento popular. Todo lo que amenace con subvertir este orden --nunca reconocido ni verbalizado-- está mal, es motivo de indignación, supone una amenaza o puede tener efectos perversos o imprevisibles para su statu quo. De ahí proviene su temor al cambio, a quedar obsoletos, rezagados, arrinconados, en su papel de unidad de medida de la corrección cultural. Sin embargo, ¿a la gente que disfruta con Scorsese o Tarantino le preocupa la visión del pasado que puedan transmitir sus películas? ¿Acaso estos filmes provocarán que alguno se interese de pronto por el holocausto o la Segunda Guerra Mundial? No digo que nadie lo haga, pero lo normal es que, cuando eso sucede, haya alguna lectura o un interés personal o académico por medio. Son pocos los que saltan directamente a la literatura especializada por culpa de un filme; es deseable que suceda, pero no es habitual.
Detrás de tanto énfasis en la corrección histórica y de tanta indignación sobrevenida se esconde el verdadero terror de esta elite intelectual: la amenaza evidente que supone la imagen (en prestigio, que no en ubicuidad, esa es ya una batalla perdida) frente a la palabra. Pero también --como es el caso de Lévy, a quien preocupa que los filmes objeto de crítica sean estrenos planetarios-- el problema adicional es su temor a que llegue un momento en que la imagen lo llene todo y no quede espacio para la escritura. Al señor Lévy no le preocupan las peligrosas o nefastas consecuencias que podamos extraer de lecturas erróneas o distorsionadas de las películas, sino la ausencia de alternativas, que la gente no sienta la necesidad de abandonar el complejo audiovisual para satisfacer su ocio, su información, su cultura y su conocimiento. ¿De dónde procede esa obsesión de que la imagen cala más que la letra? ¿Qué ganan inventando límites a la supremacía de la imagen? ¿No comprenden que la imagen enseña poco o más bien nada más allá de los efectos narrativos de la ficción? El cine, como mucho, muestra caminos que se suelen recorrer en los libros, así que sus prejuicios no pueden estar basados en el temor a la desaparición, la razón tiene que ser ajena a la creatividad, en el temor a perder sus privilegios mediáticos. Basta echar un vistazo a la blogosfera cinéfila la mayoría de sus autores son ávidos lectores. ¿Dónde está el problema?
Debates sobre el apocalipsis de la cultura literaria, la pérdida de valores, la degradación de todos los ámbitos creativos... estos temas han merecido ilustres plañideras desde los tiempos de Platón; así que no debemos preocuparnos, es más bien algo casi genético en nuestra especie. Lo que sí me preocupa es esa crítica que ensalza a Adam Curtis porque es un funcionario de la BBC y pone a bajar de un burro a Michael Moore porque es un autodidacta nacido en un suburbio, cuando en realidad ambos hacen lo mismo: documentales en los que a los hechos añaden su propio punto de vista, es decir, opinión, la misma que derrochan columnistas, intelectuales y críticos en foros mediáticos. Curtis admite que se inspira y utiliza los resúmenes trimestrales de noticias que edita la propia BBC (a los que por supuesto tiene fácil acceso) en sus filmes; Moore, en cambio, va los centros comerciales, persigue a senadores, trata de acceder a los empresarios de elite, recurre al humor y al sarcasmo, y resulta que es un populista demagogo.
Me revienta esa crítica que únicamente ensalza obras en las que puede establecer conexiones con títulos y autores que sólo a ella se le ocurre establecer, o que se sirve de una obra para refrendar un inexistente criterio estético-formal --nunca antes formulado en ninguna parte-- que lleva años defendiendo. Creen que es una manera indirecta (y elegante) de exhibir su dispositivo citacional, cuando en realidad lo único que queda en evidencia es su elitismo y su pedantería al renunciar o negarse a dar pistas al lector no iniciado, pensando que si lo hacen ofenderán a su público experto o diluirán la calidad del texto. Me agotan las constantes reivindicaciones, descubrimientos, redescubrimientos, lecturas, relecturas, matizaciones, homenajes, panegíricos y demás defensas de nombres y títulos no suficientemente valorados en su momento. Estoy cansado de los críticos-descubridores, de los críticos-faro, de los críticos-exegetas, de los críticos-profetas; cansado, en fin, de los que escriben pensando únicamente en las elites a las que creen pertenecer. Es necesario hacer añicos sus pedestales, obligarles a tratarnos como espectadores y no como posgraduados de vuelta de todo.
Quiero una crítica que no abandone nunca, NUNCA, el punto de vista del no iniciado, que no renuncie a captar nuevos lectores, que no olvide que su reto es retenerlos e interesarlos. Y si es necesario subir a las cimas de la abstracción teórica que lo haga por la escalera, para que el lector pueda superar los conceptos peldaño a peldaño; que no le suban en ascensor y se encuentre de pronto en el piso 128 sin ninguna pista o asidero. Quiero una crítica cuyo análisis no renuncie a los golpes de efecto, a ciertas trampas o licencias que acrecienten el interés y la amenidad, algo así como una especie de argumentación narrada que nos traiga, que nos lleve y que nos deje en el lugar más inesperado. Quiero una crítica que me provoque ganas de conocer más sobre nuevos libros, películas, tendencias o teorías, porque así se transmite aprendizaje y, pasado el tiempo, se contribuye a que surjan nuevos críticos, incluso nuevos creadores. Quiero orientación antes que especialización, intensidad antes que inspiración.

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