De esa disposición se han alimentado, pues, ideologías que han ido dejando su rastro de sangre y fuego a través de la historia. El síntoma de que nos hallamos ante alguna de ellas es la manera en que enfáticamente interpretan el mundo como escenario de ineludibles confrontaciones entre bandos que sólo pueden terminar con la victoria aplastante del uno sobre el otro; podremos ver que asoman esas ideologías cuando se hace evidente la desproporción entre la clase de conflictos hacia los que apuntan y la violencia, sectarismo y obcecación con los que se desenvuelven en ellos.
Durante un siglo, la idea de la “lucha de clases” vino a servir de camuflaje a muchas de estas personas portadoras de instintos antisociales (todavía sigue haciéndolo, aunque de modo más o menos residual). Los cien millones de muertos achacables al comunismo dan testimonio de ello. El marxismo real retorció la filosofía de Hegel, que exigía la fusión dialéctica de los contrarios, y la convirtió en instrumento intelectual con el que dar legitimidad al aplastamiento de una de las dos clases sociales, la burguesía, por parte de la otra, el proletariado (hablamos, recordémoslo, de meros camuflajes: en realidad, un sector social, el que tenía su sustento en el partido y en la burocracia estatal, se dedicó, bajo estos regímenes, a aplastar sañudamente al resto de la población). Otra idea utópica, la de la pureza racial, apenas disimuló los instintos antisociales de aquellos otros que, de la mano del nazismo, llevaron a Alemania, y de paso al resto del mundo, a la catástrofe. Hoy vivimos el auge de otra idea, la de la yihad o guerra santa, que sirve de camuflaje a otras mentes asimismo propensas a la psicopatía.
Fue al final de los años sesenta del pasado siglo cuando irrumpió con toda su fuerza ese feminismo radical que, tomando el testigo del resentimiento que le legaba la anterior y ya declinante lucha de clases, partía de la consideración de que las relaciones humanas están determinadas por una consustancial lucha de sexos. Hombres y mujeres, según eso, no podrán contar nunca con un ámbito que compartir y en el que encontrarse y complementarse, porque su relación es en realidad el campo en el que se desarrolla una ineludible confrontación y lucha de poder. Uno de los textos de referencia de ese feminismo radical fue el Manifiesto SCUM (iniciales en inglés de “Manifiesto de la Organización para el Exterminio del Hombre”), de Valerie Solanas, que a través de formulaciones demasiadas veces grotescas y disparatadas viene a dar expresión supuestamente feminista a lo que no es sino un cauce más a disposición de aquel impulso resentido y a la busca de enemigos a los que odiar de los que hablábamos antes.
Para Solanas (y hay que entender que para las muchas feministas radicales que tienen sus escritos como imprescindible referencia), “el hombre es un egocéntrico total, un prisionero de sí mismo incapaz de compartir o de identificarse con los demás, incapaz de sentir amor, amistad, afecto o ternura”. O dicho con más crudeza todavía: “Cada hombre sabe, en el fondo, que sólo es una porción de mierda sin interés alguno”. Hasta ahora el hombre ha ejercido su dominio a través de la institución familiar: “Se las ingenió para crear una sociedad basada en la familia, una pareja hombre-mujer y sus hijos (el pretexto para la existencia de la familia) que virtualmente viven uno encima del otro, violando inescrupulosamente los derechos de la mujer, su intimidad, su salud”. Concretamente, la paternidad ha permitido “proporcionar al hombre la máxima oportunidad para manipular y controlar a los demás”. Pero reduzcamos la cuestión a sus justos términos: “la función del macho es la de producir esperma. En la actualidad (sin embargo) existen bancos de esperma”. Las cosas, pues, están cambiando: “El amor no es dependencia ni es sexo, es amistad (…) Al igual que la conversación, el amor solamente puede existir entre dos mujeres-mujeres seguras, libres, independientes y desarrolladas”. El punto al que se ha llegado es aquel en el que se hace “necesario haberse hartado del coito para profesar el anti-coito”. Parecería que asimismo hemos llegado a poder plantearnos el asunto en los siguientes términos: “saber si deberá continuar el uso de mujeres para fines de reproducción o si tal función se realizará en el laboratorio”. En realidad, ya tenemos la solución: “la respuesta es la reproducción en el laboratorio”. Sin embargo, si somos decididos (decididas, perdón), podemos llevar el asunto a sus últimas consecuencias: “¿Por qué reproducir? ¿Por qué futuras generaciones? ¿Para qué sirven? ¿Por qué preocuparnos de lo que ocurra una vez muertos?”. Y en conclusión: “Eliminad a los hombres y las mujeres mejorarán. Las mujeres son recuperables; los hombres, no”.
Parecería que estas pintorescas formulaciones (y otras más sobre las que no nos extenderemos) son el simple producto exudado por una mente delirante. Y, efectivamente, Valerie Solanas fue finalmente diagnosticada como esquizofrénica. Pero con un mayor o menor añadido de sutileza, es este tipo de ideas lo que está en el sustrato de la llamada ideología de género. “Género” es precisamente, un concepto nuclear (hoy asumido por la generalidad) de este feminismo extremo, con el que se pretende sustituir a otro concepto digamos que meramente organicista, el de sexo: ser hombre o ser mujer es para este tipo de feminismo una mera etiqueta cultural, perfectamente independiente de las adscripciones que tenga previstas la biología, y, por supuesto, de mayor entidad que lo que tenga que decir el hecho de tener unos genitales u otros. Por otro lado, que en España hayamos pasado de ser en 1975 el país europeo con un más alto índice de natalidad a ser ahora mismo el país del mundo con un índice de natalidad más bajo, habla del modo en que, de una u otra manera, esa cultura enfrentada a la “familia reproductora” que manó del feminismo radical ha ido impregnando nuestra mentalidad durante las últimas décadas.
Siempre les quedará a los defensores de la ideología de género (y a la gran parte de la población que ha sido seducida por sus ideas extremas y anti igualitarias) la posibilidad de negar la realidad y decir que esas afirmaciones expuestas son falsas. O desdeñables por ser poco significativas… Un síntoma más de que la ideología de género está triunfando, de que se ha impuesto como lo políticamente correcto y de que todos los que no pasamos por el aro y aceptamos sus presupuestos somos simplemente unos machistas.
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