Hola amigos. Algunos lo sabréis, otros quizás no, pero mi vida es un continuo ir y venir por Europa. Tras dejar Rotterdam a finales de enero de este año, la vida me vuelve a llevar a Holanda, esta vez toca emigrar a Utrecht, una bella ciudad llena de melancolía, calles empedradas, canales y bicis por doquier. Desde que he aterrizado aquí este lunes, no he vuelto a ver el sol y reconozco que es lo que más cuesta, sobre todo al principio. Es fácil deprimirse cuando el cielo está cubierto de forma continua y tienes que encender la luz artificial desde que te levantas hasta que te acuestas. Ni siquiera notas que se ha hecho de noche a las cinco de la tarde, porque el día ya es oscuro de por sí.
Pero os confesaré una cosa: gracias al Coaching, he logrado desmitificar una de tantas creencias profundamente arraigadas que la gran mayoría tenemos. “Los días grises me ponen tristes y no tengo ganas de hacer nada” (meras excusas para hacer el vago todo el día en mi caso) o esta otra: “El holandés es un idioma que no suena bien, es complicado y poco útil” (otra excusa mía para no tener que aprenderlo). Desde ayer estas dos creencias las he sustituido por otras: “Mi estado de ánimo no depende del tiempo –factor externo que no puedo controlar–, sino de mi predisposición y actitud ante la vida –factor interno que sí controlo–” y otra más: “El holandés es una lengua que desconozco y por eso me resulta poco atractiva, pero es similar al alemán que ya hablo, y me va a ser muy útil aprenderlo, ya que es la segunda vez que me toca vivir en Países Bajos, y quién sabe si en un futuro, me toque trabajar aquí”.
Y con motivo de esta nueva aventura europea, os quiero compartir un artículo muy especial que escribí el año pasado por estas fechas, también desde Holanda, y en el que narraba mi experiencia como emigrante de cuarta generación. ¿Por qué cuarta? Os pongo en antecedentes: mis bisabuelos paternos trataban de escapar de los bolcheviques durante la Revolución Rusa; su intención era llegar a París, pero las fronteras europeas ya estaban cerradas; entonces decidieron dirigirse a China, por lo que tomaron el camino al sur, quedando atrapados en Azerbaiyán y pensando que esto de la revolución pasaría en unos meses y las cosas volverían a la normalidad. Se equivocaron obviamente. Tuvieron que pasar más de 70 años para que el sistema comunista de la URSS se disolviera y fuimos los nietos y bisnietos quienes finalmente lograron salir de allí y acabaron afincados en España.
El artículo que tenéis a continuación es uno de mis artículos más personales; ya ha sido publicado por la revista digital Brand of the Art, que actualmente está inactiva, por lo que si no lo habéis leído, os invito a conocerme un poco más y sobre todo a entender para qué sirve emigrar y cómo superar los miedos que el cambio de país y la adaptación a una nueva cultura supone. He añadido también algunas correcciones al artículo. Espero que lo disfrutéis, amigos.
EMIGRAR O NO EMIGRAR, ÉSTA ES LA CUESTIÓN
Como emigrante de tercera cuarta generación, creo que el tema de emigración me toca muy de cerca. Mi familia se afincó en España allá por el año 91, meses antes de que la URSS tocara fondo y se derrumbara. Pero también fui emigrante en mi propio país antes de venir a España. Algunos amigos, cuando les cuento la historia de mi familia, me preguntan si algún día escribiré un libro sobre mi pasado. Siempre les digo que tal vez en un futuro, de momento me ocupo en buscar mi lugar en este mundo.
He vivido en más de un país a lo largo de mis años. Nacida de padres rusos-armenios en Bakú, capital de una antigua república soviética, desde pequeña me sentí extranjera en un país cuya lengua original desconocía y aprendía a duras penas en el colegio. En casa sólo hablábamos ruso, leíamos libros rusos, veíamos programas, dibujos y películas en ruso (tampoco era de extrañar: el ruso era el idioma oficial de la antigua URSS). A los seis años me di cuenta de que no era azerbayana y que siempre me considerarían distinta a los nativos de la república.
Los problemas internos del gigante soviético, en cuyos detalles no entraré ahora, hicieron que mi familia entera (incluidos mis abuelos maternos) tuvieran que abandonar Bakú para siempre, dejando atrás nuestras posesiones, casas, a algunos familiares que a día de hoy ya no viven, amigos en aquella época a los que nunca volví a encontrar. Pero yo en aquel entonces era una niña y aquel cambio no supuso para mí algo realmente dramático, no entendía el alcance de nuestra situación y peligro al que mi familia se enfrentaba.
El primer paso fue Rusia. Éramos rusos y era ésa la república que debía acogernos. Viví alrededor de un año en Penza, la capital de una provincia rusa a la que mis abuelos tuvieron que emigrar por aquella época. Otro año más en Moscú, ciudad que nunca llegué a conocer realmente, pues no estaba la situación como para hacer turismo. Finalmente, mis padres, viendo que nuestro propio país era incapaz de darnos cobijo, decidieron que lo mejor sería emigrar a otro país y lo cierto es que nos daba exactamente igual que fuera Alemania, Suiza, Grecia, Estados Unidos o Australia, el caso era salir de un país sumido en el caos de un sistema que caía por su propio peso.
Por circunstancias del destino, España llegó a ser el país elegido. País al que llegué con 11 años y cuya lengua desconocía por completo. Cuyas costumbres me chocaron desde el principio: la gente, su forma de vestir, de hablar, las tiendas, los supermercados llenos de alimentos de todo tipo… Recuerdo aún con nostalgia las cartas que le enviaba a mi abuela enumerándole los tipos de jamones, quesos y yogures que había en las estanterías de grandes almacenes, algo que no había visto en mi vida.
España nos dio un hogar, nos acogió de la mejor forma posible y se convirtió en nuestra casa, mi casa. Nunca lo tuve tan claro hasta que hace un par de años el destino me empujó de nuevo a emigrar, esta vez siguiendo al que es hoy mi marido. La crisis del ladrillo ha supuesto para muchos un cambio radical en sus vidas, una salida al extranjero como vía de escape, una forma de encontrar un trabajo y ganarse la vida. Tras años de bonanza económica, en la que la vida en España era casi un paraíso, tocaba hacer las maletas, buscar un trabajo en el país que sea y salir.
Nuestro primer destino fue Munich. Recuerdo aún las dudas en las que estaba sumida poco antes de renunciar a mi trabajo mileurista que tenía en una compañía consolidada, mi contrato indefinido, que sin embargo podía romperse con mucha facilidad en los tiempos que corren. Pero vencí el miedo, confié en un futuro mejor. Y la verdad es que tuve suerte: tras unas prácticas en una agencia de publicidad alemana, encontré un trabajo mucho mejor pagado que en España. Tras las dificultades de los primeros meses, tras sentirme sola, perdida, lejos de mis amigos y familia, logré por fin apreciar Alemania, aprendí su lengua y conocí a gente maravillosa (aunque pocos de ellos alemanes).
Fue en Alemania donde por fin entendí que echaba de menos España. Siempre tuve dudas sobre mi identidad: ¿soy española o rusa? En Rusia como tal sólo viví 2 años de mi vida, pero mi lengua materna es el ruso y la cultura con la que me crié es rusa, lo mismo que la ascendencia de mis padres. Y sin embargo cuando volví en dos ocasiones a Rusia, años después de irme, me llegué a sentirme allí totalmente extraña. En Alemania lo entendí: España era mi hogar. Y me dolía haberlo dejado.
Pero la vida del emigrante no es estable nunca. De toda la gente que conocimos en Alemania, sobre todo en el caso de españoles, acabábamos hablando precisamente de esto: de que sin duda alguna nos gustaría volver y que seguramente lo haríamos, la cuestión era cuándo. Está claro que aún no es el momento de hacerlo. Pero todos coincidíamos en que si pudiéramos escoger un lugar en el mundo para terminar nuestros días, éste sería España.
Ahora el destino y el mercado laboral hizo que otra vez tuviéramos que emigrar. Esta vez de Alemania a Holanda. Es una situación inestable, ni siquiera sabemos a ciencia cierta cuánto nos quedaremos aquí, pero es lo que nos toca ahora. Si aprender alemán fue para mi un gran aliciente (aparte de que es un idioma que siempre me ha gustado y para el que tenía cierta facilidad), el holandés se me resiste por todos lados. Y pensando a largo plazo, ¿es un idioma realmente útil? Si mi destino final no es Holanda, ¿vale la pena el esfuerzo de aprender una lengua difícil de pronunciar, para pasar aquí tan solo unos meses?
Hay muchas dudas. Emigrar siempre nos plantea muchas cuestiones. Nos abre las puertas a culturas nuevas, a conocimientos nuevos, a descubrir de nosotros mismos cosas que ni siquiera sabíamos o imaginábamos. Es una manera de superarnos y vencer nuestros miedos. Pero también es algo que nos aísla, nos crea inseguridades, nos dificulta las cosas. Nos obliga a estudiar lenguas nuevas, a lidiar con cuestiones diarias nada fáciles para un extranjero. A cambiar de hábitos, nos guste o no.
Hay mucha gente que se plantea hoy día si vale la pena emigrar. Conozco casos de éxito y de fracaso de personas que conocí de cerca en Alemania. Personas que trabajaron como camareros o en hoteles y luego encontraron un trabajo acorde a su profesión, cuando empezaron a dominar el idioma. Personas con varias carreras que nunca llegaron a encontrar un trabajo en Alemania. Gente que tuvo suerte y hasta pudo elegir entre varios trabajos. Los que tienen un trabajo estable y bien pagado, como es el caso de ingenieros de todas las ramas.
Emigrar es cuestión de valentía, de atreverse. Pero también de ser realistas. Cuando mi familia abandondó la URSS lo hizo sin mirar atrás, sabiendo que no volveríamos. Pero es que en nuestro país no nos quedaba ya nada: ni casa, ni trabajo, ni porvenir. Los 90 llegaron a ser una época durísima para Rusia, al derrumbarse un sistema político y suplantarse por un capitalismo salvaje.
Emigrar de un país como España, donde tienes a tus amigos y el respaldo de tu familia es bastante duro. Pero conozco casos de gente que se marchó y no piensa volver. Gente desencantada de la política, harta de la corrupción, de un sistema educativo pobre, de un mercado laboral precario, donde la creación de una empresa o el simple hecho de ser autónomo se complica con la burocracia y los costes que ello supone.
Pero se dice que los cambios son buenos, que las crisis son incluso necesarias. Yo creo en ello hasta cierto punto firmemente. Ahora que miro hacia atrás, me doy cuenta de que si mis padres no hubieran sido valientes ni lo hubieran apostado todo por salir del país, mi vida y la de mis hermanas habría sido muy diferente. Simplemente no seríamos lo que somos ahora. Ahora somos una mezcla de culturas, personas que saben lo que es cambiar, arriesgarse, lo que es progresar.
Si hay algo positivo en vivir lejos de casa, es que te abre la mente, descubres otra forma de vivir, otras posibilidades que en tu casa no serías capaz de apreciar. Insisto: es duro, sobre todo al principio. Los primeros meses me paso el día quejándome y sintiéndome rara. Pero a estas alturas ya sé que es un efecto secundario de emigrar. Y mi consejo es éste: si tienes la posibilidad de hacerlo, aunque sea por una temporada, prueba. No te lances a lo loco, investiga, busca una oportunidad, contacta con gente que ya lo ha hecho. Sea por la crisis o por la necesidad de conocer tus propios límites, es una experiencia que todo ser humano debe vivir. Y si lo haces, es probable que te sorprendas de lo fuerte que eres.