Son la siete de la mañana de un domingo y los vecinos nos van a maldecir. Mi hijo mayor ha encontrado el gran regalo que su abuela le compró ayer en una feria navideña y que nosotros, sus padres, le escondimos cuando se fue a dormir. ¿Y qué regalo era ese? Pues una trompeta. Cuando estaba embarazada, se me pegaba la nariz en los cristales de los escaparates de las tiendas de juguetes soñando en el día en que mis niños jugarían con esos super coches y esas fascinantes muñecas. Pero resulta que ya te puedes gastar todo el dinero en todos esos juguetes que, sinceramente, no sirven para demasiado. Porque, volviendo a la trompeta, cuando paseábamos por las paradas de pesebres y regalitos, mi hijo vio un manojo azul intenso colgando de una cuerda y bamboleándose con el suave viento de la mañana. “Iaia, quiero una trompeta”. “Pero si ya tienes una”. “Sí, pero está rota”. Una trompeta, por cierto, preciosa y no barata, precisamente. Mi pobre madre intentó disuadirle con argumentos como no llevo dinero, o pídeselo a tu padre. Pero nada, el pequeñajo placó a la abuela a la vez que ponía una de sus caras más convincentes para los sufridos yayos. Total, que la abuela y el nieto no venían, pero antes de aparecer por la esquina ya se oía un extraño ruido que no se sabía si era un pato agonizante o qué exactamente. Aquel sonido precedía a un feliz niño cogido de la mano de una más contenta abuela por haber hecho realidad las ilusiones del pequeño. Ojalá algún día yo llegue a ser abuela para poder disfrutar de ese papel. Ahora me toca el de madre y por eso estoy todo el día discutiendo sobre la trompeta y su ensordecedor sonido.