La primera vez que enfermé siendo madre fue hace cuatro años, en otoño de 2007. Sufrí una gastritis severa. Me pilló en el trabajo y me acerqué en taxi a urgencias. La verdad es que el dolor en la boca del estómago era fuerte y constante, pero mi mayor angustia era la niña (la niña tenía padre y abuelos, pero yo estaba realmente preocupada; ¿qué iba a ser de mi criatura si su madre enfermaba?).
Creo que el internista que me atendió me caló como una madre primeriza obsesiva y nerviosa, porque yo no hacía más que repetir "a ver si me lo solucionan pronto, que tengo un bebé". Argumento pueril y bisoño donde los haya. El médico me espetó entonces: "Si no responde a la medicación se valoraría un ingreso". Creo que me tomaba el pelo, porque ya debía de saber que el cuadro no revestía gravedad. Yo estaba con la vía puesta y me dieron ganas de arrancármela de cuajo. Respondí: "Eso no puede ser, a mi no puede dejarme ingresada". "¿Y eso", preguntó él, con una media sonrisa. "Porque tengo un bebé de ocho meses al que cuidar. En cuanto me den el alta iré a por ella a la guarde". Razón de peso... pluma, me temo. Me dió el alta un par de horas después por razones facultativas. Con la medicación por vía intravenosa el dolor cedió con relativa prontitud y la dolencia no encerraba mayores misterios. Prescripción del tratamiento y a por mi niña.
Y aunque hace casi cinco años que soy madre -hace tres nació mi segunda hija- me sigue angustiando mucho la posibilidad de no estar físicamente al 100% para ellas, como me ocurre desde ayer. Porque soy una madre-cuidadora (son dos cosas bien distintas). Y con este malestar general y la maldita fiebre resulta muy complicado estar a la altura en los dos frentes.