Si a algo le tenían miedo, era al hambre. Por eso fue que el 10 de enero, sábado, las cigarreras gijonesas llamaron a la huelga, al lío y a la algarabía. La razón no era baladí: días atrás, la elaboración de cigarro fino, por la que las pitilleras cobraban a 80 céntimos de peseta la cajetilla, habían sido obligadas a aceptar la sustitución del fino por tabaco de peor calidad, del llamado entrefino, por el que cobrarían 45 céntimos la cajetilla. Haciendo cuentas, las ochocientas cigarreras de los talleres de tabaco común cobrarían, a partir de entonces, 24 miserables pesetas al mes. “¿Cómo vamos a resignarnos a morir de hambre, señor?”, declaró Etelvina Pola, la maestra del taller revoltoso, al reportero de EL NOROESTE que fue a cubrir el conflicto para el 14 de enero de 1903.
Julio Peinado retrató a las operarias de la Fábrica de Tabacos de Gijón en 1909.
La huelga había empezado cuatro días atrás. “Las operarias del taller de cigarrillos finos en la fábrica de tabacos de esta villa se amotinaron ayer mañana exigiendo que se les proporcionara para trabajar tabaco de mejores condiciones y en mayor cantidad que el que se les destinaba”, informó EL NOROESTE del domingo. El conflicto afectaba también a las cigarreras de los talleres de tabaco superior, que, de ser respondidas las súplicas de las de común, perderían parte de su trabajo. A pesar de que se llegó a decir que las huelguistas amenazaron, aquel primer día, con pegar a las de superior si no secundaban la huelga, todo parece indicar que éstas se sumaron voluntariamente a la huelga. Así, en los periódicos del día 12, la versión del conflicto interno desaparece: “Las operarias descontentas son unas 800 próximamente, que suman 600, poco más o menos, hacen causa común con las quejosas, y si bien no solicitan nada, se negarán, según todos los indicios, a fabricar los pitillos origen de la cuestión.” Al fondo, una cuestión también de identidad: al parecer, la elaboración de pitillos comunes había sido rechazada por otras fábricas en todo España, y, “dada la importancia de la de Gijón, ésta debiera igualmente rechazarla.”
No sirvió de nada. El 13 por la tarde, Mauro Serré, visitador general de la Compañía de Tabacos, llegaba a Gijón frente a la expectación y las esperanzas de las ochocientas cigarreras afectadas. El Hotel Suisse, selecto establecimiento que albergaba a la directiva, fue el escenario de la primera reunión en la que se decidiría sobre el futuro de unas mujeres que, si de algo se quejaban, era de no tener salario como para alimentar a sus hijos. A ellas, en cambio, se les dio chocolate caliente en la fábrica antes de que se reunieran, allí mismo, con ellas. Ocurrió a las cuatro y media y apenas si aguantaron un cuarto de hora. La reunión de la maestra de las huelguistas, Etelvina Pola, con Mauro Serré, fue permanentemente interrupida por los ordenanzas del Ayuntamiento, que le intentaban sacar de la fábrica con presteza para que diera cuenta de lo que, sin haber escuchado siquiera veinte minutos a las operarias, hubiera decidido.
Mauro Serré se negó a dar por finalizado el conflicto sin haber oído a las huelguistas. A las cinco de la tarde se reunió con más operarias, que “fundamentaron la huelga en que, obligándolas a trabajar exclusivamente el entrefino, les sería imposible llevar pan a sus hijos, pues por mucha tarea que hicieran solo ganarían al mes 24 pesetas, mientras que trabajando el fino, resultarían ganando unos 18 duros.“ Pola salió de aquella reunión con gesto desesperado y lágrimas de rabia en los ojos: Ferré les había dicho que, en tal caso, habrían de resignarse. “En vista de que éstas no ceden”, manifestó Serré al alcalde, “cerrará el taller de éstas, hallándose dispuesto a cerrar la fábrica si todas las operarias trataran de imponerse a la Compañía.” Pero esa vez el miedo no funcionó. Mil seiscientas cigarreras no fueron a trabajar al día siguiente. Y el Ayuntamiento se echó a temblar.
De la mano de la patronal, dos opciones posibles: o las del entrefino se resignaban, o las del superior les cedían parte del trabajo. Unas y otras se negaban a ello, por más que la prensa local insistiera en que desistieran de aquella cerrazón que si algo traería, en opinión de periodistas y concejales, sería el cierre de la fábrica. La mañana del 14, reunidas con los políticos en el Ayuntamiento, todas las cigarreras se negaron a seguir trabajando, haciendo gala del sinsentido que, a veces, da el haber perdido por absoluto el miedo. La Fábrica de Tabacos de Gijón se quedaba sin trabajadoras, y las pérdidas en la producción ya ascendían a un montante lo suficientemente como para conseguir que la patronal se echase atrás. Mauro Serré, aquella misma tarde, desmintió los propósitos de cerrar la fábrica, aunque sí anunció medidas contra las obreras insubordinadas, a las que vigilaban atentamente cien guardias civiles -cincuenta y uno en la fábrica- situados en varios puntos de la ciudad. “¿Qué sucederá después de esto?”, se preguntaba EL NOROESTE del día 15. “La huelga subsiste con la tenacidad de ayer”, incluso una vez anunciadas las posibles represalias, “pues ni las pitilleras transigen ni la Compañía modifica sus órdenes de que se elabora la partida de tabaco entrefino.”
Fábrica de tabacos, a finales del siglo XIX
Las presiones, continuadas al día siguiente, no hicieron que las obreras volvieran a la fábrica, pero tampoco que dieran razones a la Guardia Civil que, apostada frente a la Fábrica, esperaba el estallido de conflicto alguno para cargar contra las mujeres. A la tarde del 15, una partida gubernamental, formada por el alcalde, Menéndez Acebal, el primer teniente de alcalde, Pérez Valdés, y por el diputado Menéndez Alvarez, aterrizaba en la fábrica para insistir en que las huelguistas volvieran al trabajo mientras ellos realizaban las gestiones oportunas. Montaron en cólera. “Al extremo a que han llegado las cosas”, informó EL NOROESTE, “se niegan a aceptar toda solución que no signifique retirar la partida de entrefino o encomendar la elaboración de esa partida a los talleres de fino y superior.” Dada la reacción negativa de las obreras, el taller de cigarrillos finos fue clausurado temporalmente, a la espera de que las huelguistas accedieran a trabajar en él. La inminencia de un más que pausible cierre definitivo, solución que defendía la directiva local de la Tabacalera, levantó en pie de guerra a las obreras que aún no se habían pronunciado: las desvenadoras y las del taller de puros. Al día siguiente, la actitud de las cigarreras, que se presentaron en la fábrica, dispuestas a reabrir el taller y seguir trabajando incansablemente sólo una vez que sus peticiones hubieran sido satisfechas, conmocionó a los periodistas. La anterior falta de responsabilidad de las pitilleras se veía, ahora, como una “muestra de cordura (…) la prudencia, hasta donde sea compatible con la dignidad; llevadas las cosas a cierto límite hay que buscar otros caminos para hacer triunfar la razón y la justicia.”