Porque una cosa es ganar una batalla y, otra muy distinta, ganar la guerra. En los ejemplos citados anteriormente, me parece bastante probable que ambos líderes, en sus respectivos ámbitos y países, no llegarán a completar o cumplir como preveían sus mandatos o programas. Entre otras razones, porque sus victorias no revelan ni las cualidades exigibles para el ejercicio del cargo ni las intenciones reales que les han impulsado, con inesperada fortuna, a ganarlo. No veo al presidente Trump preparado política y psicológicamente para sentarse en el Despacho Oval ni creo que Sánchez convenza al conjunto del votante socialista de diluir el histórico PSOE, como hizo Alberto Garzón con Izquierda Unida, en Podemos, convirtiéndolo en adlátere de sus políticas al no poder frenar su descalabro electoral. Uno y otro están predestinados a ser víctimas de sus propias contradicciones, carencias y veleidades hasta acabar depuestos y relevados antes de tiempo. Aunque lo más seguro es que me equivoque nuevamente, cosa que no descarto.
El recién elegido por los militantes como secretario general del PSOE, en un proceso de primarias, recupera el cargo del que había sido depuesto hace sólo ocho meses por un comité federal convulso. Él era el líder del partido durante las dos elecciones generales que constituyeron sendos fracasos para las siglas socialistas, sin que su proyecto para sustituir a Mariano Rajoy del Gobierno obtuviera resultados meritorios en número de escaños. Antes al contrario. El PSOE, con Sánchez, se desangraba y conseguía los peores resultados de su historia, mientras su secretario general seguía empecinado en pactar con quien fuera –primero con Ciudadanos y después con Podemos, excluyentes entre sí- para conformar una alternativa de Gobierno, aunque ello supusiera repetir por tercera vez unas elecciones generales en el plazo de un año. De ahí procede su eficaz y afortunado eslogan del “no es no” con el que simplifica e idealiza su estoica postura: no a Rajoy, no a la investidura del candidato conservador de la minoría mayoritaria, sin importar el precio. Y el precio era la inestabilidad de un país que luchaba –y todavía lucha- por salir de una crisis que ha llevado a la pobreza a amplias capas de la población.
Ahora, desde una secretaría general blindada con el voto del militante y que de alguna manera altera las reglas internas de representación del partido, Pedro Sánchez tiene que demostrar que tenía razón, que era el depositario de las esencias incontaminadas del socialismo español y que, bajo su égida, el PSOE volverá a recuperar su peso electoral y su importancia ideológica en el panorama político del país. Está por ver si será capaz de desalojar a Rajoy del Gobierno sin romper definitivamente las estructuras del partido, ya gravemente escindido entre sanchistasy susanistas, entre oficialistas y críticos. Un reto mayúsculo al que hay que sumar otras cuestiones pendientes y de las que el nuevo secretario general ha ofrecido opiniones fluctuantes, si no contradictorias.
Aparte de la recuperación electoral y de la unidad de la familia socialista, el nuevo secretario general habrá de afrontar la “trampa” que le tiende Podemos con su moción de censura a Rajoy en el Congresos de los Diputados. O la apoya o se abstiene, una disyuntiva que lo devuelve a la casilla de partida que causa división en al partido: apostar por la estabilidad política del país o por la ruptura y el páramo de unas nuevas elecciones de resultado incierto. Es decir, repetir el trauma que ha llevado a los socialistas a esta situación de deterioro electoral, irrelevancia política y de tensiones autodestructivas internas. Si a ello añadimos el desafío independentista del Gobierno catalán, decidido a convocar un referéndum que viola la ley, y al que Sánchez responde una cosa y la contraria desligándose del criterio consensuado del PSOE con la Declaración de Granada que postulaba avanzar hacia el federalismo, se comprenderá que el pesimismo más inquietante cunda entre los socialistas, en particular, y los ciudadanos, en general. Un partido que aspira a gobernar no puede carecer de una noción clara de su país, de la arquitectura jurídica del Estado y del concepto de nación del que emana la soberanía y el modelo de convivencia de los ciudadanos, todo ello recogido, reconocido y protegido por la Constitución. Sánchezdeberá asumir que no es lo mismo un mitin callejero, que se solventa con demagogias gratuitas, que la toma de posición del partido en el Parlamento para preservar el sistema democrático y el Estado de Derecho, aunque el flamante secretario general carezca de escaño en el Congreso para defender esa posición como máxima autoridad del mismo. Su indefinición y veleidad deberán ser superadas, otra vez, por la estabilidad del país.
En definitiva, si con Pedro Sánchez y su “no es no” el PSOE no supera los cien escaños en el Congreso, no establece la paz de la unidad con las federaciones, no deja meridianamente claro su política de alianzas para temas de Estado en el Parlamento y no define su propia identidad ideológica y como partido para no dejarse absorber por la de otros, es bastante probable que los mismos militantes que lo eligieron le den la espalda y lo vuelvan a deponer. Porque con él, nada de esto está claro, según mi siempre erróneo parecer.
Pero su peligrosidad se acrecienta por los abusos de poder de su Administración y la predisposición de Trump de creer que, por el mero hecho de ser presidente, le acompaña la razón y la legalidad, a pesar de que los jueces tengan que anular algunas de sus órdenes presidenciales por ser manifiestamente inconstitucionales. Tanto más peligroso cuanto acusa a los que rebaten sus tesis y revelan sus mentiras de falsear la verdad, de manipular sus declaraciones o de conspirar en su contra. De ahí surgen sus encontronazos con la prensa, con la oposición demócrata, con sus propios correligionarios del Partido Republicano y con medio mundo. Si pudiera ejercer como empresario déspota, que es a lo que está acostumbrado, despediría a todos los que le contradicen y le descubren en un renuncio. Eso es, exactamente, lo que hizo con el director del FBI, James Comey, al que cesó fulminantemente porque se negó a ocultar cualquier relación que descubriese sobre las presuntas relaciones de connivencia entre la campaña de Trump y las injerencias de Rusia.
Por lo tanto, ya no son simples sospechas sino información de inteligencia las que comprometen al presidente Trump y a ciudadanos norteamericanos involucrados en su campaña y en su Administración. Tan peligrosos son esos indicios como la vanidosa actitud arrogante de un empresario codicioso al que le viene grande el uniforme de presidente de EE UU y que no duda en compartir información reservada con sus “aliados” rusos, respecto de los cuales muestra sumisión y dependencia. Hay que recordar, llegados a este extremo, que una investigación parecida, que puso al descubierto las mentiras proferidas por otro presidente norteamericano, supusieron el inicio de un procedimiento de “impeachment” que obligó dimitir a Richard Nixon por el escándalo del Watergate.