Cuando muera se me pondrá cara de muerto. ¿Cómo será? ¿Seguirá siendo la mía? ¿Y quién me llorará de veras? ¿Quién se acercará hasta mi rostro transfigurado para besarme con desesperación los labios en un último esfuerzo, lleno de presunción y de fe, por devolverme al mundo que me habrá relegado? ¿Quién se sentirá herido en su propia vida, y considerará su historia partida en dos por ese momento mío definitivo? ¿Quién cerrará mis reacios y sorprendidos ojos con mano amiga, o se dignará velar mi cadáver emblanquecido y mutante durante toda la noche y la inútil aurora que no me habrá conocido? ¿Quién retirará mi almohada, quién mis sábanas humedecidas? ¿Quién, incapaz de concebir la existencia sin mi presencia diaria, querrá seguir sin dilación mis pasos al contemplarme exánime? ¿Quién irá a visitar mi tumba, y me hablará en solitario en lo alto de la Llama Azul tras haber ascendido por la pendiente y haberme mirado con amor y fatiga a través de la piedra inscrita? ¿Quién verá anticipada en la mía su propia muerte, quién se verá retratado y entonces, al reconocerse en mis facciones rígidas, dejará de creer en la autenticidad de mi expiración por dar ésta cuerpo y verosimilitud a la suya? Pues nadie está capacitado para imaginarse la muerte propia, y sólo cuando un allegado se extingue ante nuestra vista caemos en la cuenta de que en todo lugar y tiempo acecha nuestro acabamiento.
Javier Marías. "El siglo".