El otro día en la sobremesa (¿o quizá fue antes de comer?) salió un tema interesante que me gustaría compartir con vosotros: el petróleo y el porqué de su prevalencia en Oriente; vamos fuerte, ya ves.
Fue días antes de los atentados del 13 de noviembre, de los 129 muertos en París, de las reacciones internacionales, y también de las voces que clamaban una repercusión de los medios similar en otras tragedias fuera de las fronteras europeas.
Tras parafrasear un poco sobre el ISIS, Oriente y Occidente, alguien lanzó una pregunta:
—¿Por qué seguir bailándole el agua a los países con petróleo? —comentó alguno de nosotros, de un modo no tan literal.
Por interés financiero, agregó esa misma persona. Yo me quedé en silencio, preparado para escuchar; en este caso, el de las ideas disparatadas que luego dan en el clavo era uno de mis hermanos.
En el fondo, todos lo sabemos, y eso es lo que lo hace todavía más evidente: nadie necesita petróleo ya, puedes tener un coche eléctrico o un vehículo de celda de combustible (hidrógeno, hidrocarburos…); puedes cocinar con energía eléctrica, puedes crear energía a través del aire, del agua, del sol…
Entonces, el argumento trasladó esta premisa a un nivel distinto: Hussein, Gadafi, Mubarak, Ben Ali no siempre fueron objeto de una caza de brujas por parte de Occidente. Hubo una época en la que eran el menor de los males y, aunque esos males no parecieran precisamente pequeños para aquellos que los padecían, a nadie importó por aquí. ¿Por qué? ¿Todo era el petróleo, verdad? Nadie duda que el crudo es parte de esa (también cruda) realidad.
¿Y ahora? En nuestra gran locura familiar, fuimos más allá ese domingo. Desde el Sáhara Occidental a Oriente Medio, recordamos cómo la revolución democrática árabe fue recogida por la prensa internacional del mundo entero. Provocó alzamientos, cambios de gobierno, caídas de grandes figuras nacionales, protestas, más protestas e incluso una guerra civil en Siria (qué casualidad). Llegó la Primavera Árabe. ¿Por qué?
La Primavera Árabe es un concepto sin precedentes en la historia, y de las valientes protestas populares en busca de un futuro mejor (social, político, económico, democrático) llegamos a una hipótesis muy simple: ¿se está intentando democratizar Oriente a pasos de gigante? ¿Tiene la escasa transcendencia del petróleo (a medio plazo) y el cambio ineludible de los sistemas de vida algo que ver?
Quizá hablar de la historia de estos pueblos sea, antes o después, sinónimo de intereses económicos por encima de la vida misma. Sea hablar de padres forzosos, de alianzas temporales, de fuerzas con las que estabilizar regiones —como dijo Barack Obama al describir a Hosni Mubarak— y, sobre todo, del propio mercado.
¿Qué ocurriría a nivel global si nos diésemos cuenta de que el petróleo ya no vale nada? Que su valor hace ya tiempo que solo existe en nuestras mentes y, fuera de ellas, no es más que un líquido negro y pegajoso que debe ser incluso desagradable al tacto.
Esa misma tarde, quizá por azar, leí que el petróleo se utilizó para pegar entre sí los ladrillos de la Torre de Babel, y lo cierto es que, aunque errónea, se me antojó una metáfora potentísima.
Más tarde, todos bebimos un whisky, y brindamos por aquella suerte que, quien la tiene, no siempre es consciente de ella. Pero confieso que, después de todo esto, un poso de duda cristalizó entre sorbo y sorbo.
Nadie dijo nada más sobre el tema.