Hay muchas vidas en estos poemas. Está la vida urbana, ocupada de calles y de rostros, en permanente fuga o en permanente cercanía. Está la experiencia de la naturaleza, la del mar siempre invitado al festín de las palabras, la del campo en el que el poeta creció y al que vuelve como quien regresa a la casa de la infancia. Está el tiempo, su vértigo, su fiebre, la percepción íntima de que va y viene, como la luz cuando circunvala las sombras. Está, en sólida evidencia, el hombre, el que se declara poeta y se inviste de los dones de la poesía y la venera y la roza con delicadeza y con temor a que su afecto la hiera o la vulnere. Tienen estos poemas esa pulcritud de lo amoroso. Se diría, en ocasiones, que podría haber ido más lejos, no hacerse quedado en cierta periferia de las cosas, pero todo es adrede, él se cuida de no enredarse inútil o huecamente en las palabras, de ahí que no se precipite y no espese la trama de lo contado. Lo ofrece con sencillez, brilla esa sencillez, se hace cálida conforme uno se adentra en los poemas y cree, a medida que los cruza, que están siendo contados para nosotros, que nos los están recitando en voz baja, como si no hubiese más lectores y fuésemos sus únicos y privilegiados destinatarios.
Tener a Conrado como amigo hace que uno lea de otra manera, llegue más lejos, vea entre líneas, descubra matices que no se exhiben a las claras y que hay que arañar para extraer del fondo. A veces, al leer, creo escuchar su voz recitando los versos. Se entiende bien que Conrado haya escrito este libro y no otro. Tal vez no podía escribir otro. Todos los poetas tienen su vocabulario favorito. Acuden a él, se abastecen de las palabras y de las imágenes que las palabras esconden. Aquí hay calles, abundancia lírica de calles. Hay tardes enormes que huelen a iglesia y a hogar (Acordes de la calle). Hay lluvia vista desde un retrovisor (Tras la lluvia) o desde la misma memoria de los días, uno de mis poemas favoritos. Está, además, la poesía que habla de sí misma: hay poemas que hablan de poemas, versos que se buscan y se entrelazan, imágenes limpias y poderosas que nos incumben a todos. Lo que Conrado Castilla cuenta (aunque sean poemas, hay una voluntad narrativa) es la fragilidad de lo vivido, el presente tomado con la intensidad de quien lo sabe fugaz y huidizo (El hoy) o amorosamente inclinado a sublimar la belleza de las antiguas tardes de domingo, las de las películas en blanco y negro de la niñez que todavía es fábula de fuentes, como dijo Lorca (Retazos de otoño). En Proemio, el poema que abre el libro, dice ir el poeta a las palabras. Hay un deseo de viaje hacia la literatura. Las palabras van y vienen, como el tiempo, se llevan los recuerdos y los traen de vuelta. En realidad el tiempo, su latido, su medida, lo ocupa todo.
El material sensible que registra Cuando no tenga presente es cálido y es cercano: son paisajes de la memoria, semblanzas despojadas de imposturas o de arabescos en donde discurre la luz; el valor de la amistad (Andando por la calle) o de la vida (A mi padre, otro de los que me han gustado mucho); el fulgor del secreto de los días (Cuando salga el sol...); el mar real o el mar representado, el vivido en el presente o el recobrado (Marina); el otoño, que es un leivmotiv, al igual que la lluvia o las tardes, que si son de domingo tienen mayor nombradía y se aprestan más al juego poético; la siesta juntamente con la soledad (Mi calle en verano); las ventanas desde donde mirar y registrar lo mirado, para lo que vale un cuaderno azul o una brizna de memoria de la que después se puedan extraer las palabras, las palabras como una foto-fija, como un sueño.
Ojalá vengan más libros, siempre son una fiesta los libros. Los de poesía se desean más. Se lee poca poesía, se escribe poca poesía, aunque haya quien se obstine en decir que se lee cada vez más y se escribe muchísima. Seguimos siendo unos raros los que escribimos poesía. Conrado es un raro a su manera, uno de esos raros que hablan con conocimiento y que escriben con el placer de quien respeta mucho ese trabajo.
adenda: áñá óíá