Cuando ser buen samaritano...

Por En Clave De África

(JCR)

Lo confieso. Después de más de dos décadas en este continente, hay situaciones en África en las que, más que miedo, siento pánico, y una de ellas es cuando hay un accidente en la carretera. Hace pocos días volví a vivir una pesadilla que creí que el tiempo había borrado pero que se me mostró ante mis ojos con toda su crudeza. Y me quedé con uno de esos cargos de conciencia en los que uno, hiciera lo que hiciera, tiene la sensación de haber obrado mal.

Por exigencias del trabajo, todos los días conduzco por estas maltrechas carreteras de Goma y sus alrededores, en el Este de la República Democrática del Congo. Siempre suelo ir cargado de sacos de alimentos para el proyecto humanitario que tenemos con desplazados a las afueras de la ciudad. Los trayectos por estos barrios pueden poner a prueba de bomba los nervios de la persona más tranquila, ya que además de los innumerables baches, pedruscos y zanjas que jalonan estos caminos, hay que lidiar con las furgonetas que se usan como transporte público y cuyos conductores se saltan a la torera todas las normas de tráfico, parándose donde y cuando les viene en gana sin fijarse en que pueden causar un accidente.

También están los miles de moto-taxis que parece que salen hasta de debajo de las piedras y que se cruzan en medio de uno cuando menos se lo espera como si estuvieran practicando para una competición de moto cross. Una buena parte de los peatones cruzan sin mirar, sobre todo los niños, resultando impredecibles. Y para concluir con este panorama, ahora en plena estación seca resulta incomodísimo conducir envuelto permanentemente en una nube de polvo que, ademas de meterse en los pulmones, dificulta la visibilidad. La prudencia, que siempre es necesaria para conducir, se convierte aquí en cuestión de vida o muerte y hay que extremarla en todo momento.

Una tarde en que me dirigía al lugar donde tenemos el proyecto humanitario, enfilé una recta que baja hacia un valle al salir del ultimo arrabal de Goma. Delante de mi vi venir a una moto-taxi con dos pasajeros y me extrañó poco cuando me di cuenta de que el motorista volvía la cabeza descuidadamente a cada momento mientras charlaba con sus clientes. De repente, vi salir del arcén a una chiquilla que transportaba dos bidones de agua en la cabeza y se me dispararon los nervios cuando vi que se puso a cruzar la carretera sin mirar ni a un lado ni a otro. Ocurrió lo inevitable: La moto la atropello con un fuerte golpe que mandó los dos bidones por los aires, aterrizando justo delante de mi mientras la chica salió despedida varios metros y dio con sus huesos en mitad de la carretera. Gracias a que me obedecieron los reflejos y frené a tiempo tal vez evité que la cosa hubiera sido aun más grave. La moto siguió su curso, dando bandazos, hasta que cayó con sus tres ocupantes a la izquierda, en el borde de la carretera.

Mi primera reacción fue echar la mano a la puerta del coche para socorrer a los accidentados y llevarlos al hospital. Entonces vi como la muchacha se levantaba y se ponía a caminar con las manos en la cabeza, llorando a grito pelado. Al instante vi una multitud que salió no sé de donde y que se dirigió corriendo, no hacia la niña, que obviamente necesitaba ser asistida con urgencia, sino hacia la moto. Entonces vi a las primeras personas agacharse para coger piedras y me invadió un escalofrío que hacia años que no sentía. Tras unos pocos segundos de duda puse la primera marcha, y con todo el dolor de mi corazón continué con mi camino alejándome de allí lo mas deprisa que pude.

Y lamenté con toda mi alma no hacer de buen samaritano. Porque quien haya vivido en África un tiempo suficiente sabe muy bien que uno de los momentos más duros aquí es cuando hay un accidente y la gente pierde la cabeza y busca inmediatamente un culpable a quien castigar allí mismo, apedreándolo y matándolo de la forma más cruel. Durante mis años en Uganda tuve dos situaciones muy desagradables en las que rescaté a un ladrón –que pocos segundos antes había intentado robarme lo que llevaba en el coche – de una enfurecida turba que quería lincharlo. Pero en aquellos años podía arriesgarme porque la gente me conocía, podía obrar con suficiente autoridad moral y sabía la lengua con la suficiente competencia como para poder controlar una situación difícil.

Pero la situación de hace pocos días era distinta. Me encontraba en un lugar donde nadie me conoce, ni yo sé el suficiente suahili para poder calmar a gente dominada por el instinto en una situación así. Y me acordé de un compañero misionero que, durante mis años en Uganda, se paró a ayudar a un hombre tendido en la carretera y nada más salir del coche se encontró con una multitud que empezó a acusarlo de haber sido él, el responsable del atropello. Pensé que aquello mismo me podía haber ocurrido a mi, o que si me empeñaba por evitar que agredieran al motorista podrían emprenderla también conmigo, cosa que no es infrecuente. Y tras unos segundos de duda acabé por obedecer una voz que me decía: 'Ahora no puedes José Carlos. Cuando estabas en Uganda estabas solo en la vida, pero ahora tienes una mujer y dos niños pequeños que tienen derecho a tener un padre que no se meta en líos que puedan acabar por hacerlo desaparecer del mapa, así que tranquilízate y piensa que tú no puedes hacer nada y sigue adelante'.

Al mismo tiempo, otra voz me decía: 'Te has comportado como un egoísta. Tu deber como ser humano era haberte parado para socorrer aquellas personas y haber intentado poner un poco de paz, y tal vez hubieras sido capaz de salvar una vida humana, hoy no te has comportado como un buen samaritano'. Sí pensé, pero el buen samaritano se paró en un lugar donde estaba solo y no corría ningún peligro de que nadie le linchara. ¿Que otra cosa podría haber hecho?

Aquella noche apenas dormí. La imagen del accidente me siguió dando vueltas en la cabeza. Y cuando al día siguiente volví a pasar por allí, pregunté a algunos conocidos si sabían que había pasado a continuación y como había terminado el asunto, y como ocurre tantas veces en lugares lacerados por mil conflictos donde la gente esta muy machacada, todos me dieron la misma respuesta: Yo no he visto nada, yo no he oído nada, yo no sé nada.

He preguntado a algunos congoleños con los que trabajo si hice bien. Claro que sí, me han dicho todos. No habrías solucionado nada y te podría haber pasado algo serio. Pero la visión de aquel accidente sigue sin dejarme tranquilo y probablemente nunca sabré si hice lo correcto.