Un contenedor a la deriva, en una zona de escaso tráfico de barcos, abre un boquete en la embarcación del protagonista, del que no sabemos nada y sobre el que no necesitamos saber nada. Cuando todo está perdido registra únicamente la épica de la supervivencia, sin atender a la periferia, a los motivos del naúfrago para regresar al mundo..A lo que J.C. Chandlor nos empouja es a la visión brutal de las penurias que padece, de los problemas en que se vio envuelto y de cómo se desenvolvió. En ese estado de las cosas, se entiende que la película entera solo tenga un solo personaje, aunque esto no es del todo cierto. Lo que cuenta el film no es tanto las peripecias de subsistencia, todos los recursos de ingenio y de pericia puestos al servicio de la trama, como el diálogo del hombre con la naturaleza, con la que entabla un pulso formidable, a la que respeta y de la que espera, en cierto modo, idéntico trato. Sorprende que la cinta no flaquee, teniendo en consideración el escaso bagaje de elementos dramáticos que pone en danza: Chandlor no interfiere en el fluir de los acontecimientos: no se apropia de la trama, ni interfiere en la sentimentalidad, ofreciendo un perfil íntimo del héroe. En Cuando todo está perdido hay una supresión del espectáculo moral y una reivindicación de lo estrictamente cinematográfico. Es una película sin palabras, pero no una película muda: hablan las olas o hablan las nubes, o el aviso de una tormenta (muy emocionante el plano en que el marinero avizora su presencia, en la distancia).
El film conmueve porque es de una honestidad brutal. No hay ninguna impostura, todo se exhibe de una forma pura, invariablemente dócil. La trama, que no posee una entidad dramática clásica, que se iza sobre unos presupuestos documentales, no decae en ningún momento. Eso hace de Cuando todo está perdido una obra admirable, y no lo menoscaba su terquedad estética, el hecho de que no se apoye sobre nada que conozcamos y no existan referentes a los que aferrarse. Está el hombre (nuestro hombre, en los créditos) y está el mar. Pienso ahora en el propio Robert Redford cuando Sidney Pollack lo puso en el traje duro de Jeremías Johnson y lo arrojó al invierno crudo de las montañas. Es posible que sean dos películas afines: ambas se empeñan en narrar la soledad, en ofrecer una visión del hombre sin contaminar, manumitido del rigor de la sociedad y de las esclavitudes que la sociedad exige. No hay aquí peajes: el mar anhela su tributo, y nuestro hombre pone todo su corazón (y algo más) en evitar que lo cobre. Tenemos la disculpa y el adiós que el personaje entrega en las primeras imágenes o las interjecciones (un Dios o un joder) que más tarde, cuando lo van venciendo las circunstancias, airea a modo de lamento sordo. No es, pues, un cine fácil, pero su falta de docilidad proviene de nuestra falta de costumbre. En lo demás, una pequeña obra de arte. Y si el amable lector quiere hacer lecturas más profundas puede pensar en lo que malogra la pacífica navegación: el contenedor cargado de zapatillas de deporte o de calzado infantil, no estoy seguro ahora, puede representar esa sociedad capitalista, invasiva, que incluso extiende su zarpa homicida al mar lejanísimo, donde apenas suceden otras cosas que no sean las coreografías de los bancos de peces o la visita de un pequeño ejército de tiburones.