La llegada de un Hijo Especial a la familia es un enorme reto. Los sentimientos que afloran son de los más terribles e indescriptibles que se pueden concebir. Dudas, negación, miedo, tristeza, desesperanza y, el peor de todos, culpa, son solo algunos de los enemigos internos que tienes que enfrentar y vencer si esperas poder ayudar a tu hijo.
Como muchas veces pasa, mi matrimonio no resistió la prueba. Tal vez fui la culpable, yo me desvivía por mi hijo, su padre dejaba que yo me desviviera, su posición era que, como madre, yo debía hacer todas las diligencias médicas, mientras el trabajaba. Así no estuvo presente cuando mi niño nació, porque estaba trabajando, tampoco estuvo cuando lo llevé al neurólogo y me dijeron que nunca iba a poder caminar ni hablar. No estuvo las seis veces que lo hospitalizaron por neumonía, ni en sus siete intervenciones quirúrgicas, ni en las terapias de rehabilitación, ni en las consultas neurológicas, ni en las odontológicas, ni en las pediátricas, para hacerlo corto, en ninguna. Y tal vez algunos pensarán “Bueno, estaba trabajando, alguien tenía que poner el pan en la mesa”, y ese es el punto, yo también trabajaba.
Y así poco a poco mi pasión y mi amor se fue apagando, la llama del sentimiento se fue consumiendo como la de un cirio en un altar y finalmente murió, y deje de querer ser su esposa. Cuando finalmente se lo dije, se puso muy triste, lloró, me pidió reconsiderar, pero mi amor se había gastado con las idas al médico y las noches sin dormir. Recuerdo que al marcharse me dijo: “Sabes que él no será por siempre un niño y cuando ya sea un hombre, a pocas personas le inspirará amor”. En ese entonces mi niño solo tenía 4 años, y sus palabras se clavaron en mi mente.
Poco a poco su profecía se fue cumpliendo, la gente dejó de acercarse a acariciarle el rubio cabello y a admirar sus hermosos ojos. Lejos quedaron los días en que los ofrecimientos para cuidarlo sobraban, y la lucha por darle a mi hijo una vida de calidad se convirtió en una guerra a muerte. Cuando salgo con él en su silla, la gente lo mira como si de un extraterrestre se tratara y caminan rápido para que el lento rodar de las ruedas no les robe su tiempo.
Y tal vez crean que con esto perdí mi fe en la humanidad, pero no fue así. Sí, es cierto, hay días, qué digo días, semanas de intensa frustración, pero aprendí a valorar más los pequeños gestos de apoyo. Quizá ya no tengo un millón de amigos, pero los pocos que tengo me bastan para enfrentar al mundo. Si caigo siempre hay una mano dispuesta a ayudarme a levantar y, lo más importante, aquí sigue mi hijo, conmigo, ya hombre.
Verlo a él es verme a mí misma, ver mi propio triunfo. Es saber que he sido fuerte, saber que que no he estado sola, saber que aprendí a hablar por alguien que no tiene voz, saber que aprendí a ser humilde y aceptar la ayuda de otros.
Cuando tu niño especial ya no es un niño, se convierte en un maestro especial, pues te lleva a conocer el significado de la palabra incondicional, a descubrir la fuerza de tu voluntad y a dejar de ver imposible para concentrarte en lo posible.