Foto: Twitter @VilaSilva
A BUEN SEGURO que la irrevocable decisión de Lorenzo Silva de abandonar Twitter (102.000 seguidores), para evitar que esa “distorsión” le apartara de “cosas más importantes”, ha movido a muchos a una profunda reflexión.Me hice de la ‘cofradía’ del pájaro azul hará unos ocho años, más por curiosidad que por otra cosa, y nunca he sido de los convencidos apóstoles que han disfrutado a rabiar con las excelencias del medio. La herramienta me resulta útil como periodista y poco más.A partir de ahí, la limitación inicial de los 140 caracteres me pareció divertida como ejercicio de concisión, mientras que las interacciones siempre me han dado una pereza infinita. Y ese desapego ha ido en aumento.No puedo ocultar que mi distanciamiento tiene mucho que ver también con los “fusilamientos tuiteros”, a los que alude el escritor madrileño, y que, según leo, no han pesado en su decisión. El progresivo encanallamiento de Twitter es algo que me espantan sobremanera.Silva ha tenido la honradez intelectual de admitir que el día de su espantada tuitera, el pasado 2 de enero, “no pasó nada en especial” en su timeline. Que no fue una reacción por no dejar de expresar su “opinión irritante para sectores dispares”; desde los independentistas catalanes hasta los nostálgicos del régimen franquista. Y eso, a decir verdad, me tranquilizó. Entre otras cosas porque sería imperdonable que su salida hubiera sido forzada por las legiones de trollsque campan a sus anchas amparados en el impune anonimato de una red social que, con demasiada frecuencia, se ha salido de madre.Sus más fieles y desconsolados seguidores deben saber que Silva no cerrará definitivamente la cuenta, sino que la usará para informar “de forma automatizada", de su muy fecunda actividad pública. Y no sólo eso, el autor de El alquimista impaciente o de La flaqueza del bolchevique continuará con el microblogging en su web, que será rediseñada.El escritor madrileño, reconocido especialmente por sus novelas policiacas que protagonizan los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, se ha ido sin hacer sangre. La lección que nos deja es impagable.