Y quizás, tenga razón, seguramente la tenga. Pero yo sigo viéndome atascada, ahogada en mí misma, y queriendo remar contra corriente.
Y es que creía que sabia ser madre, creía que sabía trabajar bien, creía que por fin había encontrado mi ansiada estabilidad. Pero de repente, mi mundo se tambalea, pierdo mi trabajo, pierdo el control de mi vida, y todo ese mundo perfectamente organizado que me había construido ahora me supera, no soy capaz de hacer ni la mitad de cosas que antes hacía, y vuelvo a sentirme como en mi infancia, nerviosa y completamente dispersa, y cada semana vuelvo a empezar a intentar reorganizarme, reconstruirme, y cada semana las circunstancias vuelven a sobrepasarme.
Y cuando por fin, parecía que todo iba a empezar a rodar, entonces mi cuerpo me manda un aviso, y me pongo enferma. Mientras esto sucede, miro a Blanca, que ya no es tan pequeña, y empieza a espigar, y a Lucía que con sus casi 11 años (los cumplirá en diciembre) empieza a poner el dedo gordo del pie en la adolescencia, y miro a Ana, y empiezo a vislumbrar una mujer con opinión propia, para después mirar a la penumbra del salón y ver a Antonio, sentado, cansado de todo el día, es entonces cuando alguien me recoge desde detrás, con sus brazos de bufanda, y me dice Ana María que te pasa. Ana María solo me lo llamaba mi madre, curiosamente quien me lo dice nació el dia de su santo. Me da un abrazo apretado, y acaban todas a mi alrededor, abrazadas y con propósitos de cambio, que duran 48 horas.
Me preocupa mucho Blanca, no tiene capacidad de trabajo alguna, ni constancia, se deja llevar, y yo tengo que ponerme fuerte, tengo que ser ese faro que la ilumine, aunque ahora mismo esté en el taller de averías.