"Temía volver a casa" había dicho el rótulo.
Las cerillas que enciende para alumbrarse y calentarse precariamente no avivan el recuerdo de su abuela, la única persona que la quiso, como sucede en el original.
Desestimado el elemento afectivo, unas cajas de música, unas muñecas o unos soldaditos de plomo que había contemplado minutos antes en un escaparate, cobran algo parecido a la vida y le permiten integrarse con ellos, sentir curiosidad, encontrar un sitio en un universo, tres nociones de humanidad importantes, quizá capitales en su obra. Le habían sido arrancadas, tal vez nunca las tuvo.
De "Die puppe" a "Faust", desembocando en "Der müde tod", años de onirismos y mundos imaginados desfilan ante nosotros. Antes de la que muerte la reclame, Renoir había optado por emparejarla con un muchacho con la cara de ese simpático gendarme que miró los juguetes junto a ella a través del cristal, bonita solución que mira al futuro en lugar de al pasado, por muy efímera que pueda resultar. En ese mismo instante, nace probablemente "Le dernier réveillon", que ya trata de una pareja, de los últimos momentos de una pareja de ancianos y privilegia la imaginación sobre la memoria. "La petite marchande d'allumettes" invierte también una metáfora, un recurso que se convertirá en una particular muletilla en la obra de Renoir.
Recomienza entonces el film con el clochard de camino a su hogar bajo el puente, donde lo espera ella para morir.
En un momento se molesta con su, parece, proverbial costumbre de recrear una vida mejor, una vida de reyes.
"¿No son mejores los recuerdos imaginados?" le dice él.
No se me ocurre mejor definición del cine.