Cuatro alhajas y el tiempo amarillo

Publicado el 05 enero 2021 por Manuelsegura @manuelsegura

La verdad es que se agolpan los calificativos para despedir un año tan nefasto como este 2020. Cuando en aquella Nochevieja brindamos por él, pocos imaginamos lo que se nos vendría encima, según ya entonces vendieron, desde un mercado de una ciudad de la lejana China, algo que nos alertó de la tragedia. Aunque vete tú a saber si realmente el origen del virus estuvo allí o, como dicen otros, en un sofisticado laboratorio y a través de una denominada ruta sintética.

En marzo nos dimos de bruces con la cruda realidad cuando nos confinaron. Con lo avanzado de nuestra sociedad, jamás pudimos intuir que llegaría el día en que nos dijeran que estaríamos obligados a permanecer encerrados en casa, sin salir apenas en busca de lo más elemental y necesario para subsistir. Algo así como lo que se hizo en los tiempos de la peste bubónica, originada en el siglo VI de nuestra era y que costó la vida a 50 millones de seres humanos. El historiador romano Procopio detalla en una de sus obras la expansión de esta pandemia y hoy, al leerlo, nos sorprende su escrupulosa descripción, al tiempo que tantos años después el camino haya sido parecido al de entonces.

Esta Navidad será recordada en especial por las ausencias. Siempre ocurre, ciertamente, cuando nos sentamos a la mesa y observamos de reojo, aunque no lo esté físicamente, esa silla vacía de alguien que un día partió para no volver jamás. En una ocasión leí que todo sufrimiento puede ser mitigado si se coloca en una historia. Y todos tenemos historias a ese respecto. Cada vez que contemplo a alguien consumiéndose en la recta final de sus días, no puedo por más que recordar aquello que expresó una vez en voz alta el actor Yul Brynner: nacemos solos, vivimos solos, morimos solos y todo lo que está en medio es un inmenso regalo. Para unos más que para otros, había que añadir para redondearlo.

Que la muerte puede ser una noche salvaje y un nuevo camino, también es algo que creíamos saber. Porque nacer siempre fue comenzar a morir ante la vida, que suele ser esa especie de novia entregada ante la ingratitud de la muerte. Sin embargo, hay quien dice no temer a esta última, fundamentando ese nulo o escaso miedo a un razonamiento palmario: que si hemos estado muertos durante miles de años antes de nacer, no hayamos sufrido por ello en demasía.

Estoy seguro de que casi nadie quiere morirse sin cicatrices y sumergirse, de una vez por todas, en ese sueño sin sueños. Edgar Allan Poe solía asegurar que aborrecía el dormir, un acto biológico que calificaba como rebanadas de muerte. Y luego está el amor que uno deja en los demás y que, llegado el caso, siempre supondrá que, incluso cuando te hayas ido, te mantendrás vivo en su recuerdo. Eso, fundamentalmente más que los bienes materiales, máxime cuando, al dejar este mundo, lo que legarás tras tu partida serán cuatro alhajas, unas cuantas fotos del tiempo amarillo, las bolsas con tu ropa que acabarán en un contenedor de Cáritas y una libreta de ahorro con poco más de doscientos euros de escuálido saldo. Ahí queda, pero a buen seguro que los recuerdos que dejes entre la gente que te conoció y te quiso, incluidos los más amargos y desgarradores, sabrán mejor que la nada. Porque, como expresa en ‘La rama verde’ a través de sus versos Eloy Sánchez Rosillo, “lo importante es vivir, aunque el vivir nos duela, estar vivos del todo mientras dure la vida”

[‘La Verdad’ de Murcia. 5-1-2021]