En mayo de 1945 Alemania había perdido irremediablemente la guerra. Hitler se había suicidado en su búnker en Berlín y el ejército alemán se estaba desintegrando por instantes. Sus enemigos habían penetrado profundamente en el país y ya eran muchos más los territorios alemanes ocupados por soviéticos, norteamericanos, británicos y franceses que aquellos lugares donde todavía ondeaba la bandera de la cruz gamada.
En mayo de 1945 la ofensiva soviética había llegado a la isla de Rügen, en el Mar Báltico. No había ninguna resistencia militar organizada. Los pocos soldados alemanes que seguían luchando solamente aspiraban a conseguir un barco para llegar a la cercana Dinamarca y rendirse allí a los británicos. La población civil había huido o estaba indefensa, como la del sanatorio infantil en el que vivían exclusivamente niñas y adolescentes y que fue ocupado por un pelotón de reconocimiento soviético.
Pero la calma pronto se vio turbada con la llegada de más soldados soviéticos mandados por un oficial superior, esta vez con el ánimo de ejercer el “derecho de conquista” a las menores. Fueron rechazados y expulsados por los soldados de reconocimiento, que decidieron atrincherarse en el sanatorio para repeler la venganza que muy seguramente no tardaría en producirse.
Para ello contaron con la ayuda de los soldados alemanes que querían huir a Dinamarca. Soviéticos y alemanes compartiendo trincheras y ansiedad ante el ataque que se aproximaba, arriesgando la vida en las últimas horas de la Segunda Guerra Mundial en una alianza contra natura tras cuatro años de guerra atroz y sin cuartel para defender a unas niñas. Y el ataque no tardaría en producirse.
El director alemán Achim von Borries ha llevado esta historia al cine con el título “Cuatro días de mayo”. Su final es mejor verlo que leerlo.