Aunque todo es bastante más complejo, podríamos aceptar que dos personas se comunican cuando, con propósito generativo, se transmiten información que perciben con atención, acompañando claves para interpretarla debidamente. Sin duda, junto a la sintonía cognitiva, cabe esperar también una dosis de empatía emocional, de modo que quienes realmente se han comunicado han dejado cierta huella unos en otros… Claro, cuando no hay confianza, intereses u objetivos comunes, etc., no cabe esperar que exista una buena comunicación, y esto pasa en no pocas relaciones interpersonales, incluidas las jerárquicas en las empresas.
Quizá, más de un lector se comunicará mejor con su perro o su gato, que con su jefe o alguno de sus subordinados y colegas, y se pensará que aquí interviene más el afecto y la confianza que el lenguaje verbal. Claro que, ¿es la comunicación consecuencia del afecto, o al revés? En la empresa sería bienvenida una mayor dosis de afecto, o al menos de empatía, de sonrisas… Son, lo sabemos bien, diferentes factores los que afectan a la comunicación, más allá del necesario lenguaje. Los seres humanos disponemos en efecto de un rico lenguaje, pero no siempre lo utilizamos debidamente: aparte de un déficit de habilidad, puede haberlo de voluntad real de comunicarse.
Ya Confucio destacaba la importancia del lenguaje en las organizaciones y, efectivamente, los ejecutivos y directivos parecen querer dotarse a menudo de un lenguaje propio, a buen fin o a fines diversos. En unas empresas se orquesta un lenguaje específico al servicio de la profesionalidad, la sinergia y el alineamiento de esfuerzos tras la metas, y en otras y a veces, al del alienamiento o manipulación, vinculado quizá a doctrinas y liturgias ad hoc. Hay desde luego directivos sinceros, pero es verdad que algunos otros, hablando en público o privado, evidencian en ocasiones que no se creen lo que están diciendo, sin ser tal vez conscientes de ello. (La única vez que pude escuchar a Tom Peters —fue aquí en Madrid—, aludió a la falta de sinceridad de los directivos en sus manifestaciones públicas, especialmente al hablar de los trabajadores).
Todos, en cada contexto, deberíamos otorgar un significado similar a términos como “capital humano”, “inteligencia”, “empowerment”, “estrategia”, “comunicación”, “calidad”, “orientación al cliente”, “liderazgo”, “trabajo en equipo”, “excelencia”, “objetivos”, “innovación”, “proceso”, “valor”, “competencia”, “profesionalidad”, “responsabilidad”, etc., pero, si ya nos dispersamos al interpretar estos buzzwords, en mayor medida lo hacemos, quizá, al utilizar etiquetas y términos más particulares de cada cultura corporativa. En todo caso, habríamos de ser todos coherentes con lo que queremos decir, para lograr los efectos deseados.
Además, al relacionarnos no activamos siempre la atención (mindfulness) en suficiente medida. A menudo tenemos la cabeza en un lugar o asunto distinto del que aparentamos, y al final no sabremos si nuestra vida ha sido lo que nos ocurría en cada momento, o lo que pensábamos mientras: sí, quizá morimos sin haber vivido realmente nuestra vida… Por ello y en la empresa, más que gestionar mejor el tiempo, tal vez deberíamos gestionar mejor la atención y la conciencia, pensar más y mejor, en beneficio de la efectividad y la satisfacción profesional.
Por otra parte, cada día nos relacionamos menos en presencia y utilizamos más las TICs (tecnologías de la información y la comunicación), incluso aunque nos hallemos físicamente próximos. He participado repetidamente en esos chats en que intervienen varias personas de la empresa (¿herramientas colaborativas?), próximas y lejanas, y a veces ya no se sabe a quién responde cada uno; puede que resulte útil, pero yo nunca sentí que me estaba comunicando. En las empresas puede seguir faltando fluidez en la información y el conocimiento, aunque hayan llegado las TIC; pero sigue, sobre todo, fallando la comunicación, porque la tecnología no transmite comunicación, sino información generada por las fuentes. En efecto y de momento, la tecnología soporta y procesa información, pero deja el conocimiento, como la comunicación, a los usuarios.
En no pocas empresas sigue habiendo mucho empeño en separar el “nosotros” del “ellos” (se habla también de líderes y seguidores) y mantener el statu quo relacional; pero esto ha contribuido a hacer de la comunicación interna una asignatura pendiente, y sin superarla no cabe contar con la activación de la energía psíquica ni, por consiguiente, del capital humano disponible. Si alguien debe seguir instrucciones detalladas, se limitará a ello y poco más. Ningún trabajador, júnior o sénior, puede pensar que se está comunicando con su jefe, si éste le dicta y él obedece. La comunicación, bien entendida, implica respeto mutuo y activación de las inteligencias respectivas: lo sabemos.
Sin comunicación no hay alineamiento de esfuerzos tras las metas, y esto no sólo pone en riesgo la consecución de resultados: también genera frustración profesional y personal, y pone igualmente en riesgo la salud mental de los incomunicados. Un individuo, por ejemplo, habría de ser muy psíquicamente fuerte para resistir un periodo de incomunicación abierto por su jefe, por diferentes motivos y con distintos propósitos; pero a veces se trata de incomunicación corporativa, deliberada o inconsciente, de toda la Dirección con todos los trabajadores. Entonces, la atención se dispersa, el desconcierto y la desconfianza se extienden…
Todo esto es muy complejo y, tras esta prolongada isagoge, deberíamos ir enfocando la reflexión. Pensemos, sí, en un jefe y un subordinado, en el escenario de la economía emergente del saber y el innovar. Pueden comunicarse de modo efectivo en beneficio de ambos y de la organización, pero también pueden empeñarse en lo contrario. Hay razones cognitivas, emocionales y volitivas que explican los déficits de comunicación, incluyendo inquietudes, intereses, sinrazones… Podemos, en suma, hacer un intento de síntesis: ¿qué es lo que está pasando, por uno u otro lado, en la comunicación jerárquica, tan necesaria para la efectividad y la satisfacción profesional?
En torno a las metas
En el supuesto de comunicación efectiva, el subordinado ha de conocer las metas perseguidas y sentir que contribuye a su consecución. Como nos dice Mihaly Csikszentmihalyi, es necesario desplegar metas u objetivos, porque de otro modo no sabríamos interpretar cada paso dado, cada tarea realizada. Alcancemos o no las metas, su existencia orienta los esfuerzos, y nos procura resolución y armonía psíquica. Una meta idónea genera sintonía en la comunicación, alienta nuestra confianza en el éxito y despliega nuestras competencias precisas.
Desde luego, si el jefe tiene unas metas y el subordinado otras, no fallará ya sólo la comunicación, sino quizá la consecución de unas y otras. El propio contenido de las metas puede predecir el fracaso (por equivocadas, imprecisas, inalcanzables, contradictorias…) como nos recuerda José Antonio Marina en uno de sus libros; pero el éxito parece pasar tanto por la idoneidad de aquéllas como por compartirlas, es decir, asumirlas emocionalmente. Así se favorece la comunicación y la sinergia deseables.
Si, por ejemplo, los directivos persiguen unas metas y proclaman otras, van a fallar muchas cosas, pero también la comunicación y la sinergia. Al proclamar objetivos o valores falsos (porque se desee ocultar los auténticos), unos trabajadores perciben las realidades y se ponen a su servicio, y otros se atienen a lo proclamado, quizá con ciertas dudas. Si, por ejemplo, la Dirección desea vender la empresa pero no lo explicita, los trabajadores verán, tal vez con estupor, que se pone más esfuerzo en aparentar que en ser. La comunicación, si cabe una obviedad más, no puede ser ajena a las metas perseguidas ni los medios desplegados: serían dos monólogos vanos, y no un diálogo generativo.
En torno al modelo relacional
Hay jefes que, amparados en el poder, ningunean a sus subordinados y los desacreditan, que tratan de negarles cualquier mérito y atribuirles los errores en las decisiones tomadas, que parecen exigir la rendición total…; pero no es el caso general, sino que apunta quizá sobre todo a situaciones de excesivo estrés en organizaciones altamente entrópicas. Asimismo hay subordinados nada ejemplares que, quizá asimismo trastornados en su personalidad, obstaculizan la comunicación y el propio progreso de la actividad…; pero tampoco es el caso general. Hablemos de dos modelos básicos y elementales que caracterizan de modo más extendido la relación jerárquica.
Me refiero a distinguir si el jefe espera del subordinado sobre todo su obediencia, o sobre todo su inteligencia; sería tal vez decir, la realización de tareas con instrucciones, o la consecución de resultados convenidos. En la práctica puede tratarse de una combinación de ambas cosas, pero la primera está más relacionada con el dictado y el intercambio de información, y la segunda lo está más con la deseable comunicación a que nos referimos, catalizadora de la mejor expresión del capital humano.
Aquí abriría una digresión para recordar que John S. Rydz, prestigioso ejecutivo americano experto en innovación, nos hacía dos grandes sugerencias tiempo atrás: primera, cultivar (y no tanto “gestionar”) la innovación en la empresa, vista como proceso y no como suceso; y segunda, catalizar (y no tanto “gestionar”) a las personas, tras su mejor expresión profesional, o sea, tras el despliegue de sus capacidades, incluida la creatividad. Ambas formulaciones de Rydz son fruto de la cultura corporativa, y, al hablar de la catálisis de las personas, él apuntaba especialmente a sustituir la mera formulación de órdenes o instrucciones, por una auténtica comunicación bidireccional; a sustituir, sí, los monólogos por el diálogo generativo.
Seguimos. Otra forma de describir el modelo relacional apuntaría a la distancia conceptual, muy sensible o más moderada, entre ambos niveles de la jerarquía; o sea, a concebir al directivo como productor de resultados colectivos, o concebirle como facilitador de que los colectivos consigan sus resultados. Hay una definición de directivo-líder que escucho con frecuencia (la última vez, en la presentación de un libro en una escuela de negocios) y que temo no compartir. Más o menos se dice: “un buen líder es aquel que consigue que los subordinados quieran hacer lo que han de hacer”. Me recuerda más a la Teoría X de McGregor, que a su Teoría Y; a la era industrial, que a la del conocimiento.
Resultaría que si el profesional se produjera con ganas y esmero, sería porque su jefe-líder lo habría conseguido; yo diría, empero, que a menudo se manifiesta la profesionalidad del trabajador… a pesar del jefe. Creo, sí, que la comunicación depende más del estilo de dirección que de seguir un curso de comunicación, y lo digo por experiencia propia. Por ejemplo, recuerdo que, hace de ello más de 20 años, nos quejamos a la Dirección de nuestro departamento de falta de comunicación interna, y su respuesta fue orquestar cursos de comunicación (análisis transaccional) para todos los trabajadores. La situación no cambió, pero no nos quejamos más: no parecía útil hacerlo. (Por entonces se nos estaba preparando un spin off).
Añadiría algo sobre el liderazgo de los directivos. En realidad, simplemente recordaría lo que ya nos decía Drucker: el liderazgo es un medio y lo que importa son las metas que se nos proponen y los recursos que se despliegan. Por otra parte, si los supuestos seguidores no vieran al supuesto jefe-líder como líder, sino como responsable del “redil” (anagrama), entonces quizá lo mejor sería hablar simplemente de un ejercicio profesional y efectivo de la dirección de personas. No parece, en la economía emergente, contribuir a la comunicación el empeño en ver a los trabajadores como meros subordinados, recursos, seguidores, empleados, colaboradores, coachees…, y no tanto como profesionales técnicos en sus campos respectivos.
La inteligencia de los trabajadores expertos no debe ser percibida como amenaza por sus jefes, sino como activo cuya expresión se ha de catalizar. No, esta plena expresión profesional no debe ser explotada por el jefe como mérito propio, sino como valor del individuo; de otro modo, éste acabaría inhibiendo parte de su capital humano, en perjuicio de la comunicación y de los resultados.
En torno a los modelos mentales
El lector lo sabe bien: cada uno de nosotros tiene sus creencias, sus valores, sus convicciones morales, su forma de ver las cosas. Esto dificulta, por ejemplo, las negociaciones entre partidos políticos, pero también nuestro entendimiento cotidiano en la empresa. Las empresas de cierto tamaño suelen hacer pronunciamientos corporativos en pro, y en pos, de la deseable sintonía de formas de pensar, pero no siempre se pasa de ahí; no siempre se consigue gran cosa.
Hay trabajadores que no descansan hasta hacer las cosas bien, y no lo hacen por brillar sino por quedarse satisfechos; pero hay jefes que no toleran que sus subordinados brillen más que ellos, cualquiera que sea su lado virtuoso: parecen verlo, sí, como amenaza. Otros jefes, incluso sin tenerse por líderes, celebran el talento de sus subordinados y lo aprovechan en beneficio colectivo: esto sí parece contribuir más a la deseable comunicación. Una posición común ante la calidad resulta en efecto catalizadora de la comunicación; como, asimismo, una posición común ante la profesionalidad, el aprendizaje permanente, las metas a perseguir, los medios y recursos a utilizar, la satisfacción del cliente…
De la comunicación podemos decir que se beneficia de mentalidades en sintonía, y que, a la vez, contribuye a sintonizar o alinear los modelos mentales; pero esto sólo es posible cuando, hábiles en la conversación, la flexibilidad nos permite ajustar aquellos sin perjuicio de los principios y valores propios de la empresa. No obstante, los valores pueden ser objeto de revisión por razones diversas, y aquí recuerdo una pequeña anécdota. Una gran empresa proclamaba el “orgullo de pertenencia” hasta que, por corrupción, el primer ejecutivo hubo de abandonar la organización; luego se habló simplemente de “espíritu de pertenencia”.
Pero, más allá de anécdotas, sí que se ha de cambiar a veces la cultura, las creencias, los valores de la empresa, en beneficio de la sinergia y energía colectivas, y quizá tras una mayor contribución a la sociedad. Algo así hubo de hacer Haruo Naito en Eisai, laboratorio farmacéutico japonés, al final de los años 80. Tomado el mando y para combatir una sensible crisis de identidad, orquestó un sólido programa de formación en cascada que renovó la mentalidad y alimentó la energía de directivos y trabajadores. Habiéndose reunido previamente con los consejeros, y consciente de la inquietud y desánimo reinantes en la organización, decidió dar un giro estratégico: dejaría de centrar el enfoque en sus clientes (médicos y farmacéuticos), para familiarizar a la organización con las expectativas y necesidades de los usuarios (los pacientes y aun sus familias).
Introdujo el concepto cultural hhc (human health care) en recuerdo de Florence Nightingale, madre de la moderna enfermería, porque había que dar significado a la actividad; sin un significado de contribución social, no cabía contar con la adhesión emocional de la plantilla y la consiguiente activación del capital humano. Tal como recoge Robert K. Cooper en Executive EQ, Naito parecía estar convencido: “No es suficiente decir a los empleados que si hacen tal cosa su salario aumentará: no basta como incentivo. Debemos mostrarles que lo que hacen está conectado con la sociedad, y, en nuestro caso, cómo redunda exactamente en beneficio del paciente”.
Unos empresarios ven su actividad de modo más autotélico, y sus beneficios como una consecuencia, y otros, más exotélicos, ven los beneficios como fin y la actividad como medio. Son modos de vivir la empresa, que no escapan a los trabajadores. Obviamente, la comunicación es más sencilla entre personalidades del mismo tipo. Por cierto, si nos extendiéramos en cómo los trastornos (más allá de las diferencias de personalidad) entorpecen la comunicación, esto ya sería otro artículo. Una lástima, pero una realidad: el trabajo nos trastorna demasiado, y no sorprende que valoremos cada día más la calidad de vida en la empresa.
En torno al lenguaje no verbal y la intuición
Las metas perseguidas, el modelo relacional y las mentalidades respectivas —sin descartar otros elementos— configuran el marco de la comunicación jerárquica; pero enfoquemos ahora el acto de comunicarse, y concretamente el denominado lenguaje no verbal. El lenguaje no verbal ha de ser interpretado intuitivamente: no deberíamos considerar los gestos como un nuevo código mecánico o automático, de inequívoco significado, ni deberíamos dejarnos llevar por falsas intuiciones (sospechas, prejuicios, etc.).
Cabría distinguir los habituales gestos faciales o manuales con que nos expresamos ante los demás, de esos otros gestos no tan conscientes que parecen delatar nuestros pensamientos o sentimientos, y que no siempre significan lo mismo. Entre los primeros y más conscientes, el frotarse las manos, agitarlas, girar las palmas, elevar las cejas, etc.; entre los segundos y menos conscientes, algunos como tocarse una oreja, cruzar brazos o piernas, o desviar la mirada, que no debemos interpretar automáticamente, como tampoco el bostezo significa siempre aburrimiento, ni el enfado es siempre contra nosotros.
Es, si la cultivamos debidamente, la potente facultad intuitiva la que nos ayuda a interpretar estos gestos, más allá del pensamiento racional y los códigos más o menos establecidos. Podría decirse que no hay comunicación sin intuición, tanto en lo no verbal como en lo verbal. Dicho de otro modo, no hay comunicación sin asignar los correctos significados a los significantes visibles y subyacentes que intervienen, y es aquí donde necesitamos la intuición genuina, que constituye un valioso plus para la inteligencia, cuando distinguimos aquélla —la intuición— de conjeturas, prejuicios, temores, deseos, sospechas, presunciones, etc.
Quizá, más que un sexto sentido, la intuición es un refuerzo revelador para los sentidos convencionales; un complemento valioso para el resto de nuestros recursos intelectuales. Podemos hablar de cognición rápida, de perspicacia, de mensajes súbitos del inconsciente…, pero en la comunicación hemos de leer entre líneas, tanto con los ojos como con los oídos. La comunicación plena apunta a una sintonía intuitiva con los pensamientos y sentimientos de la persona con que nos comunicamos, más allá de lo que se dice; a una conexión de las mentes; a lo que a veces denominamos “química”.
Con esto último parecería que estamos definiendo la empatía, que efectivamente resulta inseparable de la intuición y la comunicación. Ickes, psicólogo de la Universidad de Texas que ha investigado el tema, define el rigor empático como “inferencia psicológica compleja en la que se combinan la observación, la memoria, el conocimiento y el razonamiento, para generar intuición sobre los pensamientos y sentimientos de los demás”.
En definitiva, deberíamos quizá librar a la intuición genuina de la semiclandestinidad en que se halla en la empresa, como ya ocurrió tiempo atrás con la inteligencia emocional, a que asociamos la empatía. En realidad, quizá cabría hablar de empatía cognitiva y empatía emocional, como también de intuición cognitiva e intuición emocional. Bien, pues probablemente todos podemos cultivar algo más estos recursos o facultades, en beneficio de la comunicación y, por tanto, del alineamiento colectivo y los resultados empresariales.
Mensajes finales
En las empresas se orquestan ciertamente cursos de comunicación (como de reuniones, de liderazgo, de trabajo en equipo…), sin que las cosas mejoren sensiblemente. A veces da la sensación de que tampoco se pretende, sino que la formación se despliega tras otros fines… El caso es que todos podemos ser más efectivos, e incluso más felices, en el desempeño profesional cotidiano, y que la formación, bien enfocada, con perspectiva sistémica, tendría un papel importante a este fin.
Si una empresa se organizara adecuadamente (se habla de organizaciones excelentes, inteligentes, etc.), es decir, cultivara un modelo/estilo funcional idóneo y valorara el capital humano, entonces mejoraría casi todo a la vez, muy probablemente: la comunicación, las reuniones, el trabajo en equipo, la toma de decisiones, la calidad, la innovación, la productividad, la competitividad…; lo sabemos por el ejemplo de las mejores empresas, que incluso evitan incurrir en la complacencia y se muestran atentas a posibles desviaciones o descuidos.
Gracias muy sinceras al lector si ha considerado útil llegar hasta aquí, pero reflexione y llegue a conclusiones propias, tras asentir o disentir a las formulaciones que he sometido a su consideración. Creo, sí, que hay algunos obstáculos muy arraigados a la deseable mejora de la comunicación en la empresa, y que el deseable entendimiento jerárquico no se puede sustituir por actos litúrgicos colectivos. Jefes y subordinados, mentalmente sanos y plenos, habríamos de mejorar la sintonía en beneficio de la efectividad y la satisfacción profesional, en el escenario de una cultura corporativa ad hoc, propia de esta era del conocimiento y el aprendizaje permanente.
AUTOR: Jose Enebral Fernandez