Daniel era un niño común y corriente. Crecimos juntos en un barrio de clase media, teníamos una infancia igual a la de los otros niños, en realidad lo mismo de siempre, jugábamos juntos, nos íbamos juntos por las mañanas al colegio, en fin… todo aquello que hacen dos niños que son amigos.
Recuerdo que un día me contó que en su cuarto por las noches aparecían cuatro puertas de color rojo en la pared frente a su cama, al abrirse salían cuatro niños de cada una de ellas y uno de esos niños no tenía ojos, solo tenía los huecos de los ojos, o como él decía: “tenía los hoyos vacíos”, esta fue su palabra… hoyos.
A mí me causó tanto estupor esta historia que me asusté, pues tenía tan solo ocho años y el escasamente diez; a la hora de la salida del colegio ese mismo día lo estuve esperando por hora y media sentada en la puerta, hasta que llegó una maestra y me dijo que me fuera que a él lo busco su madre en la mañana; me quedé extrañada, pero decidí irme a casa pensando en que le podría haber pasado. Pasaron los días y no lo volví a ver.
Al cabo de unos cuatro años, me fue cuando me enteré que ese día lo fue a buscar su madre efectivamente para llevarlo a un hospital psiquiátrico, Daniel estaba siendo tratado desde pequeño por un cuadro de fuertes brotes de esquizofrenia, que al crecer eran más frecuentes confundiendo la realidad con lo que no lo era, sus padres decidieron que lo mejor para él era internarlo, y así poder tratarlo con un psiquiatra más especializado.
Lo volví a ver unos días después de que mi madre me contara todo, estaba sacando el cesto de la basura y él se me acercó, diciéndome en voz baja:
—Todavía están las cuatro puertas de color rojo en mi cuarto, pero ahora pasa algo diferente, el niño de los hoyos brota sangre por ellos, no estoy loco de verdad, es cierto, por favor ayúdame…- estaba muy desesperado, alterado y asustado.
Contestándole le dije:
— ¿Daniel pero que me dices?… No te entiendo, por favor explícame bien.
En ese mismo instante salió su madre de su casa toda exaltada gritándole, lo agarró por un brazo casi a rastras y se lo llevó corriendo, no entendí nada de todo aquello que me dijo; hasta que al cabo de un par de años supe que Daniel se había ahorcado en el hospital psiquiátrico atando su correa de una de las barras para hacer ejercicios del patio frente a todos los enfermos. Él no era peligroso, era un encanto de ser.
Ya de mayor muchos años después volví al barrio donde crecí, por esas cosas raras del destino mi esposo y yo compramos que era de Daniel a sus padres; no me acordaba de esta historia hasta que Samuel, mi hijo de cuatro años, una noche entra llorando a nuestro cuarto y me dice que en su cuarto había cuatro puertas de color rojo que aparecían por las noches en la pared frente a su cama, que de cada una de estas puertas salían niños y que uno de ellos tenían hoyos en los ojos…“hoyos”.