En un coche americano de los años 50, de esos que en Cuba se conservan como oro y le han valido el nombre de Museo Rodante, llegaba a mi casa después de años sin ver a mis amigos, mi esquina, mi cama, mi gata. Los cambios me llegaron en fotos: mi padre montó “un todo en uno” –algo así como un chino cubano- gracias a las nuevas posibilidades de vender por cuenta propia y al lado de mi cuarto abrieron una cafetería, mi gata había parido en más de una ocasión y algunos vecinos ya no estaban en este barrio.
Vivir a las afuera de la gran ciudad, siempre supuso un esfuerzo doble para llegar a cualquier punto de la capital. Mis amigos de la Universidad de la Habana me invitaron a una fiesta de la FCOM y allá fui sin dudarlo, la ida muy bien, pero la vuelta imposible, después de la 1 de la mañana nada se mueve en la capital: ni el transporte público y los taxis son imposibles.
El Vedado es “donde se calientan todos los grandes eventos” en La Habana: festivales de cine, música, discotecas… la gran arteria, la calle 23 aglutina casi todo. Si algo hablaba cuando estaba en Cuba era de la necesidad de mejorar la gastronomía y la solución pasaba irremediablemente porque lo llevara un particular. Los panes con croquetas de la esquina de G y 23 superaban a cualquier establecimiento estatal. El Estado cubano al fin se ha dado cuenta que no puede controlar todo en la isla y ha permitido abrir pequeños negocios a los ciudadanos.La calle 23 era una gran feria de vendedores por doquier, una cafetería por aquí, otra por allá, venta de arte, ropas, zapatos, sartenes… discotecas con espectáculos de artistas cubanos, locales de ambiente abiertos todo la noche con gogo incluido. Cuba había cambiado, no cabía dudas, todo el mundo quiere vender, pero hay cosas que no cambiaban: no todos pueden comprar porque no les llega el dinero.