Por Laidi Fernández.
Cuesta trabajo mantenerse impasible ante los sucesos cubanos de los últimos meses. Y digo “cubanos” con toda intención: errores de ambas partes, de la llamada oposición, y de las autoridades, se suman a la lista de eventos desafortunados. Es moralmente imposible permanecer indiferentes, sobre todo cuando voces de intelectuales (de mayor o menor valía, que no es lo fundamental en estos momentos), se alzan para posicionarse, como en una declaración de principios ya impostergable. Lo más cómodo, como siempre, sería refugiarse en la creación individual, sin importar cuánto se manipula frente a nuestras narices, ni la repercusión que tales execrables conductas pueden tener (y de hecho, tienen) entre nosotros, sobre todo entre los jóvenes, siempre anhelantes de criticar, de cuestionar, de encontrar espacio propio. Por principio, por convicción, por experiencia, y también por la búsqueda de soluciones, he abogado públicamente a favor del entendimiento, de la confrontación de ideas, de un diálogo fructífero y respetuoso entre todos, cuyos resultados beneficien la nación que todos anhelamos.
No pretendo con estas líneas presentarme como irreflexiva abanderada a favor de la juvenilia, ni como vocera de algunas de nuestras instituciones culturales, en ninguna de las cuales ocupo lugar decisor, pero tampoco puedo permitir que disponiendo de pruebas, contemple pasivamente cómo se erige en ejemplo de transparencia, de valentía y de honestidad, alguien tan inescrupuloso como Carlos Manuel Álvarez. En aras de argumentar lo que afirmo, debo referirme a varios hechos concretos. Mi primer y único acercamiento al entonces joven narrador, data del 2015, cuando reseñé su libro de relatos “La tarde de los sucesos definitivos”, premiado dos años antes en el Calendario, que auspicia la AHS. Me pareció un buen volumen de cuentos (y sigo creyéndolo), y fue gracias a su lectura que tuve la ilusión de estar frente a un periodista “que honestamente anuncia a un narrador que comienza con armas suficientes como para marcarnos” (La Jiribilla, marzo de 2015).
Lejos estaba yo de imaginar que él emplearía esas mismas armas de escribidor que parecía anunciar, no para construir mundos literarios enriquecedores, sino para mentir, para desacreditar, para fomentar odios, y ganarse adeptos. Tres años más tarde de su Premio, en 2016, fundó “El Estornudo”, un medio digital — hoy inaccesible para nosotros, debido a decisiones que considero erráticas-, pero, como ya dije, no tengo ninguna influencia, más allá de la que imponen mi tolerancia y la coherencia a la que aspiro. No hubiera indagado nunca más por el nombre Carlos Manuel Álvarez si no hubiera leído el repugnante artículo que él escribió a la muerte de mi padre, y que publicara El País el 28 de julio de 2019, a escasos ocho días de dicha pérdida. Desde el título de tal bajeza, “Un turista en el país del proletariado”, hasta la afirmación de que Roberto Fernández Retamar mostraba “imbatible obediencia y sumisión”, pasando por su intención de desacreditar la labor de la Casa de las Américas, todo el texto es manipulador, y sus mentiras, pantagruélicas. El hecho de considerar que mi padre no era un trabajador, y que, por tanto, “el único puesto que hay entonces para el burgués en el tejido social del nuevo orden no es un puesto de obrero, sino un buró de funcionario,” hasta la insólita descripción de mi padre en una Feria del Libro, en Santo Domingo, tres meses antes de su fallecimiento, todo es absolutamente falso.
Cuando circuló dicho artículo, como es comprensible, tuve el impulso de responder de inmediato, no solo desde mi postura de hija lastimada, sino, sobre todo, desde mi condición de admiradora del pensamiento anticolonial de RFR, y de testigo de su intachable conducta moral, además de que me resultaba -y me resulta- despreciable que se ataque a alguien que acaba de morir, cuando no se tuvo la decencia ni el coraje de hacerlo mientras vivía. Sin embargo, siguiendo consejos de múltiples amigos que desde Cuba y fuera de la isla me sugirieron obviar la provocación, opté por guardar silencio. Surge entonces nuevamente, en los últimos meses del 2020, el nombre que pretendí olvidar hace dos años. No voy a detenerme en las circunstancias que rodean la aparición de Carlos Manuel Álvarez en las redes: es harto conocida. Solo apuntaré que así como me conmovió la defensa de su madre cuando fueron a detenerlo en su casa fuera de La Habana (en la misma medida en que me parece mal su detención, admiro el coraje de su madre, médica, como yo), sentí que no había sido bueno mi silencio cuando él se ensañó contra mi padre. La familia, primero, y el resto de las consideraciones, después.
Hecha esta aclaración, insisto en que estamos ante un periodista cuyas burdas manipulaciones pretenden alcanzar público seguidor a toda costa, sin importar la ignominia de los artículos, y sin un ápice de ética, porque todo es válido para su anhelado protagonismo. Mal que me pese, y violentando mis ánimos a favor de todo diálogo, dejo constancia de mi negativa a aceptar que esta criatura sea capaz de generar algo medianamente creíble. Si es Carlos Manuel Álvarez uno de los adalides de la pretendida nueva hornada de artistas que reclama ser reconocida, si es uno de los voceros, y si su nombre aparece en documentos y reclamaciones: No cuenten conmigo. No hay vuelta atrás.
No olvidar el proverbio judío «Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver».
Tomado de perfil de Facebook / Foto de portada: La Jiribilla.