También se debe en buena medida a que en Cuba había una apreciación bastante exacta de las potencialidades de los dos candidatos, sus formas de expresarse y proyectarse, y de lo que cada cual podría significar para el futuro de las relaciones internacionales, incluido el proceso de reconciliación bilateral.
Es justo admitir que, en este último caso, el partido Demócrata fue el que dio el paso histórico de reanudar las relaciones diplomáticas y abrir embajadas en La Habana y Washington por lo que, en la lógica común, era de esperarse que, en una renovación de su mandato con Hillary Clinton al frente y ya avanzados los trabajos de la comisión bilateral, el camino hacia la normalización total de vínculos fuera más expedito que con los republicanos.
Por pura lógica y experiencia acumulada, esa posibilidad no significaba que Cuba abriera de par en par las puertas a uno u otro candidato o se las cerrara, sino que le obligaba a centrar sus expectativas en lo que más le interesaba: ganara quien ganase, que el proceso iniciado en diciembre de 2014 siguiera desarrollándose naturalmente.
En tal sentido fue muy evidente que Cuba abogara ante el gobierno de Barack Obama por el uso pleno de sus prerrogativas presidenciales a fin de eliminar del bloqueo todo lo concerniente a la Casa Blanca y dejara para el momento correspondiente los cuatro o cinco temas atinentes al Congreso por ser leyes de la nación. Pero ello se produjo a medias.
Aunque en los primeros momentos de la victoria de Trump se mencionaba la palabra “sorpresa”, el amplio inventario de errores de la administración demócrata en política interna y exterior, en especial el mal manejo de la crisis económica que acompañó a Obama desde 2008 y la ampliación de los teatros de guerra que heredó o inició como Siria y Libia, la han borrado al extremo de ser claro que Trump no es un vencedor nato, sino el beneficiado del fracaso del viejo establishment que se debió ver venir.
Para la gran mayoría de los analistas tiene ahora una gran lógica lo ocurrido el 8 de noviembre en las urnas, y también coinciden que si la polarización hubiese sido entre Trump y Bernie Sanders –antípodas del vetusto establishment en ambos partidos-, el multimillonario de las inmobiliarias casi seguro hubiera hecho mutis por el foro.
Uno y otro encarnaban el cambio que las clases trabajadora y media clamaban desde que la globalización neoliberal comenzó a hacer aguas a finales del siglo pasado y se agravara con la crisis iniciada en 2008 cuando ya no hubo dudas de que esta era sistémica y que la acumulación de capitales la convertiría en irreversible si ningún presidente era capaz de detenerla, para lo cual sería imprescindible la desregulación financiera y la revisión a fondo de los tratados de libre comercio, entre otras muchas acciones más.
Pero sobre todo, Estados Unidos tendría que abandonar la economía virtual o especulativa y regresar a la economía real, productiva, generadora de valores y de empleos, corregir la deslocalización de empresas que ha destruido el viejo tejido industrial como lo ilustra el hecho de que desde 1994 a la fecha emigraron de los estados industriales 15 fábricas por día con la eliminación de seis millones de empleos.
Cuba ha estado entre una candidata cuyo esposo siendo presidente fundió en hormigón armado el bloqueo al certificar leyes como la Torricelli y Helms Burton que ataron de manos a la Casa Blanca y la pusieron bajo égida del Congreso complicándolo todo, y otro muy fogoso, impredecible, en apariencia arbitrario y potencialmente un terminator con franquicia para aniquilar lo que no le sea propio.
En el caso de Cuba Obama aplicó en el medio camino de su segundo mandato variantes positivas, pero no se atrevió a profundizarlas como pudo haber hecho con un uso mucho más amplio y decidido de sus prerrogativas presidenciales, y en forma consciente construyó un muro con muy bajo cimiento pues en su fuero interno nunca dejó de pensar en acabar con la Revolución cubana mediante la combinación de métodos diplomáticos y represión económica.
Su promesa de cerrar la cárcel de Guantánamo, un centro de torturas que deja mucho que desear y que el mundo entero repudia y rechaza, la incumplió al dejarse presionar por un establishment achacoso cuyas debilidades nunca vio Obama -o en el peor de los casos se subordinó a su estructura de poder- que, sin embargo, fue bandera de la campaña rebelde de Trump.
Peor aún, al mantener abierta Guantánamo Obama dio pábulo a especulaciones de que el partido Republicano -que la abrió con los Bush en la Casa Blanca- la ampliará con Trump como si se tratase de un Alcatraz del siglo XXI, lo cual pudiera ser un gran reto al mundo.
Obama adoptó algunos paquetes de medidas para atenuar los efectos del bloqueo, pero ninguno de ellos lo suficientemente sustantivo como para blindar el proceso de restauración total de las relaciones y preservarlo de cualquier intento de volarlo en pedazos.
Con Trump, revertir las relaciones bilaterales es una posibilidad que no puede ser obviada aunque sea difícil aplicarla, y genera expectativas.
La posición pública de Trump respecto de Cuba ha sido poco clara e incluso ambivalente, al aprobar primero el restablecimiento de relaciones, y luego matizarlo con declaraciones más negativas en la recta final de la campaña cuando ambos candidatos se disputaban los votos de la Florida que, a la postre, no lograron el protagonismo deseado por los grupos ultrareaccionarios de la colonia de origen cubana, y eso los liberaba de compromisos.
En Cuba, como en otras partes del mundo, en particular México y Centroamérica, hay inquietud por las expresiones xenofóbicas y racistas de Trump, pero hasta el 20 de enero de 2017 cuando asuma la presidencia del país sus dichos seguirán siendo dichos y sus ideas verdaderas solamente comenzarán a tomar cuerpo real a partir de esa fecha.
Respecto a Cuba hay especulaciones de todo tipo, pero lo concreto es que estamos ante una persona que se proyecta imprevisible, pragmática, en apariencias con ideas empresariales suprapolíticas.
Por lógica debería sopesar lo que se ha avanzado en materia de relaciones con la Isla por el importante universo que estas ocupan en la realidad estadounidense, sobre todo las comerciales y de inversiones, y que ya forman parte de un tejido económico que por ahora tiene más horizonte hacia el levantamiento del bloqueo que hacia las oscuras cavernas del pasado anterior a diciembre de 2014.
Pero está por ver si la lógica es la que se impone en una calistenia política en desarrollo que apenas comienza a calentar los músculos y para la cual lo más importante, o más bien urgente, no está en la región americana sino en Europa y Asia.
En realidad la presidencia de Trump podría inaugurar para Estados Unidos y el mundo una crisis mayor que por inercia apuntaría a la construcción de un nuevo equilibrio de fuerzas en el planeta que repercutiría de manera muy fuerte en la periferia.
El analista panameño Guillermo Castro estima que Trump pudiera marcar el primer paso a un cambio de época lo cual no significa que todo será mejor, ni mucho menos, pero con la novedad de que no habrá vuelta atrás en el proceso de transformación del sistema bipartidista del que él y Sanders representan elementos de ruptura.
Puede que con Trump, aclara, no ocurra nada sustantivamente distinto a lo que deja en marcha Obama, aunque su labor sea administrar la desintegración del legado de éste que, de todas maneras, mostraba cada vez mayores dificultades para sostenerse sin el recurso constante y creciente a la violencia armada.
De eso, sin duda –concluye-, veremos mucho más en el futuro, sobre todo considerando la extrema adicción de la economía norteamericana al gasto militar, y su dependencia cada vez mayor de los subsidios estatales que financian ese gasto.
Como afirma el economista Claudio Kartz, con la victoria de Trump no desembarca una paloma en la Casa Blanca.