Tengo 32 años, y siempre había vivido en la Ciudad de México donde estos inmundos insectos son comunes sobre todo en calles del centro histórico, tiraderos de basura y casas en las que la limpieza no es una prioridad.
Nunca había tenido que compartir el piso, las gavetas, el baño, la sala, el refrigerador, el clóset y hasta la cama con ellas. Pero apenas llegué a San Juan tuve que adaptarme a ellas. No es que me espante de que mientras coma en la mesa de mi departamento tenga que espantar a las cucarachas de la mesa, ni que me llene de terror que uno de estos insectos recorra con sus patitas el cuerpo de mi esposa mientras duerme, tampoco es que me sea muy incómodo servirle a mi mujer de guardia mientras cocina para que ningún bicho se acerque a su mesa de trabajo, no nada de eso. Son nimiedades que, al parecer en esta tierra son normales.
Cuando comenté a gente de la isla la situación que estaba viviendo en casa con estos seres, la respuesta común que recibí fue un simple "uhmm", acompañada de una mirada de incredulidad que me echaba en cara la poca tolerancia a los tan (aparentemente) queridas mascotas locales.
En el fondo, lo puedo leer en sus miradas, piensan que este par de mexicanos son pedantes y mamones. Yo solo creo que somos limpios y le tenemos un profundo respeto a la salud y un ambiente medianamente sano para pasar la vida.
En los pocos meses que tengo viviendo acá he conocido a profundidad cuatro departamentos, dos de ellos con cucarachas y los otros dos sin rastro de ellas. Eso me hace creer que hay una esperanza de que una parte de la población isleña le tiene la misma aberración que yo y que mantiene las medidas de sanidad necesarias para que la casa sea de ellos y no de las cucarachas.
En este punto del relato tengo que decir que por días, quizás semanas, llegué a pensar que las malditas se reían de mi, escondidas en algún rincón sucio, oscuro y húmedo de la cocina. Las imaginaba tramando su próxima aparición, planeado el momento justo, cuando tomaba el tenedor y llevarlo a la boca para entonces salir corriendo de su escondite y atravesar justo enfrente de mi para provocarme la náusea, el vómito. No lo lograron. Lo intentaron, pero no lo concretaron.
Lo más cerca que estuvieron fue una mañana en la que, descuidadamente moví en la mesa de la cocina la tapa de una coladera de metal que mi esposa había lavado y desinfectado para cambiarla por otra nueva. Había estado inmóvil por varios días y accidentalmente la moví. Vi una pequeña cucaracha a la que maté con una servilleta húmeda con agua y jabón. Empujado por la curiosidad, moví la coladera y salieron un par más de insectos del mismo tamaño. Las maté también. Ya seguro de que algo andaba mal con esa tapa, la levanté dejando escapar a toda una pequeña familia de cucarachitas que intentaban escapar por la mesa a toda velocidad. El agua jabonosa se los impidió y las maté una por una. Después del número 15 perdí la cuenta.
Una vez que terminé la masacre, vi de donde procedían. Un huevo había sido depositado bajo la tapa. Un sólo huevo y habían salido 20 o 30 asquerosos seres. Esa mañana mi esposa y yo desayunamos en silencio y cabizbajos. Teníamos una mezcla de asco, terror, coraje e impotencia.
Durante las dos semanas siguientes la cacería continúo. No pasaba un día sin que en la pared, en el piso, en el baño, en la mesa, en la cocina, en la recámara, en prácticamente todo el departamento matábamos a una o dos. El punto más grave fue un par de días en que, apenas encendíamos la estufa eléctrica y comenzaba a agarrar calor, los pequeños rastreros salían de debajo de los calentadores. Era como si de pronto la temperatura las quemara y decidieran salir a jugarse la vida sobre la mesa antes que morir quemadas. Pero afuera ya estaba yo, preparado con un trapo lleno de agua con jabón para atraparlas y matarlas. Cocinar y comer se ha convertido en una suerte de lucha de territorio. Humanos contra cucarachas.
Llevamos dos semanas de tregua. Algo les ha pasado que no se manifiestan como antes. No creo que estén muertas. Tampoco creo que se hayan ido. Más bien pienso que están en su rincón, analizando nuestros pasos, nuestros hábitos, nuestros gustos, nuestras fobias, nuestros temores. Las imagino preparando un ejército, reproduciéndose de forma masiva, entrenando para esquivar zapatos, aprendiendo a respirar bajo el agua, fortaleciendo sus esqueletos para soportar aplastamientos. Comer y correr, camuflaje, zigzagueo, trabajo en equipo, espionaje e inteligencia.
Temo por mi esposa y mi hijo en gestación. Quizás sean ellos dos el objetivo de este macabro ejército de cucarachas que se alista para una venganza.
Yo espero y me alisto.