Ante la aparición de oooootra versión de Anna
Karenina (Ídem, GB, 2012) me di a la tarea
de revisar los dos más famosos antecedentes cinematográficos de la novela de León
Tolstoi: la Anna Karenina (Ídem,
1935), de Clarence Brown, con Greta Garbo; y la Anna Karenina (ídem, GB, 1948), de Julien Duvivier, con Vivien
Leigh. La primera película, la de
1935, la había visto hace bastante tiempo y apenas si la recordaba. Se toma
muchas libertades con las 700 páginas de la novela de Tolstoi –de hecho, prácticamente toda la historia de Kitty y Levin desaparece de la cinta-, pero Greta Garbo es una perfecta Karenina y Basil Rathbone un
flemático y preciso Karenin. Fredrich March, por su parte, es un adecuadamente
blando Conde Vronsky. El director Clarence
Brown, un veterano de Hollywood a estas alturas –Anna Karenina fue su película
número 31-, fue uno de los cineastas preferidos de la Garbo, a quien él
dirigiría en siete ocasiones. Es fácil adivinar por qué Brown y Garbo se
llevaban tan bien: él sabía aprovechar el magnetismo y el misterio de la actriz
sueca, sin descuidar en ningún momento la puesta en imágenes, como en esa
formidable escena en la que la Karenina de la Garbo sale de la casa, tomada a
través de un categórico dolly-back. El problema con adaptar el texto de Tolstoi es que, a
menos que se decida hacer una teleserie más o menos exhaustiva, la historia siempre
está centrada en el amor prohibido de Karenina por Vronsky, mientras que la
pareja espejo formada por Kitty y Levin (alter ego del propio Tolstoi, no
olvidemos), es echada a un lado. En la versión británica de 1948 producida por Alexander
Korda, Kitty y Levin tienen más tiempo en pantalla –aunque tampoco es
suficiente- y el director Julien Duvivier, un estilista más elegante que Brown,
se da vuelo presentando a sus personajes en escenarios abiertos o cerrados pero
igual de descomunales. Las casas enormes, los grandes palacios o el inabarcable
campo abierto empequeñecen a los personajes, perdidos en sus egoísmos y
tonterías. De nuevo, como en la versión de 1935, el Conde Vronsky –por quien
Karenina deja todo: marido, casa, hijo, nombre, honor, lugar en la sociedad- es
interpretado blandamente por un tal Kieron Moore. El adverbio “blandamente” es
necesario: Anna Karenina busca su propia destrucción por el amor de una desabrida
cara bonita que ni siquiera está enamorada realmente de ella. Sir Ralph Richardson, como Basil Rathbone antes, logra un
excelente Karenin, con todo y el tronar de dedos que tanto molesta a su esposa, una muy afectada Vivien Leigh, a
la que nunca pude tomar como una genuina Anna Karenina. Supongo que es mi
problema, pero siempre estuve viendo a la futura Blanche Dubois –con un poco de
la pasada Scarlett O’Hara- y nunca a Karenina. Eso sí, Duvivier y sus
adaptadores se dieron a la tarea de iniciar y terminar la película con citas
textuales del libro, incluyendo su famoso íncipit (“Todas las familias felices se
parecen unas a otras…”), como para presumir la fidelidad a León Tolstoi, a sus
personajes y a sus cuitas, una fidelidad más bien teórica porque la complejidad
de la relación Levin-Kitty, insisto, se hace un lado para privilegiar,
nuevamente, el triángulo amoroso Karenina/Karenin/Vronsky que, a veces, resulta
lo menos interesante de todo ese inagotable y fascinante universo literario creado
por Tolstoi. En cuanto a la Anna Karenina de Joe Wright, sé que es muy aventurado afirmar que esta versión es la mejor de toda la historia –hay 20 adaptaciones entre películas,
telefilmes y series televisivas- pero, por lo menos, sí es más interesante que
las dos ya mencionadas –y no se diga que la Anna Karenina (1997), de Bernard Rose, con Sophie Marceu, la cual
he olvidado por completo. Wright y su equipo tomaron
una decisión audaz: sin renunciar a ciertos elementos del “cine de papá”
histórico/literario –suntuosos escenarios, vestuarios elegantes, ambientación
perfecta-, la puesta en imágenes del cineasta inglés y su cinefotógrafo Seamus
McGarvey se inclina por un “continuum coreográfico-escénico” (Ayala Blanco
dixit) que ubica la historia de Tolstoi en un tono de (casi) desatada tragedia musical
en la que nomás falta que todo el reparto se suelte con algún gorgorito ad-hoc.
Así pues, lo que vemos en esta nueva Anna Karenina
es que todos los personajes (Anna, Karenin, Vronsky, Kitty, Levin, Oblonsky,
Dolly et al) se mueven no en la Rusia de Tolstoi perfectamente reconstruida en
estudios y/o locaciones naturales, sino en un mero escenario teatral del siglo
XIX, rescatando así, de un simple plumazo, el impulso lírico, desbordado, de
las comedias musicales hollywoodenses de los años 30/40/50, en las que un
pequeño teatro o un reducido cabaret se transformaban en espacios enormes,
vastos, imposibles, capturados por una cámara cinematográfica siempre móvil.Por supuesto, es lógico que estas audacias
estilísticas posmodernas molesten a más de uno, pues se puede alegar que todos
estos fuegos artificiales en la forma distraen del fondo de la novela de
Tolstoi. No lo creo: de hecho, el guión,
escrito por el dramaturgo Tom Stoppard triunfa en un territorio en el que
fracasaron las adaptaciones de 1935 y 1948. Esto es, en balancear de una forma
mucho más funcional el triángulo trágico amoroso de Anna/Vronsky/Karenin con la
feliz historia de amor entre el idealista propietario Levin y su adorada jovencita
aristócrata Kitty. Incluso, Stoppard se da tiempo para mostrarnos la vida y la
muerte de Nikoai, el hermano radical de Levin, un personaje fundamental para
entender el ánimo revolucionario que se estaba anidando en la decadente Rusia
zarista de fines del siglo XIX.Estoy convencido que el triunfo o fracaso de las distintas versiones que he visto de Anna Karenina inicia en la elección del
reparto. En este sentido, Wright estuvo inspirado: Keira Knightley es incapaz
de la sensualidad misteriosa de la Garbo, pero su Karenina es más interesante
que la de Leigh. Está más francamente erotizada, por supuesto, pero también es
mucho menos agradable: más cruel con su marido cornudo, más exigente con su
barbilindo e inútil amante, más histérica en su creciente soledad.Jude Law es un Karenin menos contundente que Basil
Rathbone o sir Ralph Richardson, pero más fiel al espíritu del
personaje de Tolstoi. Law entrega un personaje más frágil, más víctima que
victimario, mucho menos seguro de sí mismo que sus contrapartes de los años
30/40. En cuanto a Vronsky, no hay mucho qué objetar: es interpretado por Aaron
Taylor-Johnson (el baboso gringuito mariguano de Salvajes/Stone/2012) y la blandura del actor corresponde a la vacuidad
de su personaje. Que Anna eche todo a la borda por la pasión que le provoca la
cara bonita y vacía de Vronsky sigue siendo la gran tragedia (¿el gran misterio?) de la novela de
Tolstoi. Quien mejor explota su personaje es, sin duda,
Matthew Macfadyen, como el simpático y mujeriego Oblonsky, hermano mayor de
Anna. Las interminables aventuras extramaritales de Oblonsky son la injusta imagen especular de la tragedia de Karenina: mientras su hermano es perdonado una y otra vez por
sus pecadillos, ella no correrá con la misma suerte. Quien le manda ser mujer y
“no seguir las reglas”.