Cuento: Cartas Lascivas

Publicado el 04 julio 2014 por Tomás Michel

Capítulo I

El día de hoy no estaba de buenas. Mientras se recogía el pelo pintado de rubio, que de cuarenta le bajaba la edad a treinta, le apuñalaba en la cien la fatiga, la monotonía semanal de estar repitiendo la misma clase de literatura contemporánea a tres secciones de desorientados, este semestre. El calor no estaba cooperando. Los viernes a esta hora de la tarde acostumbra a arrancar pa’l carajo hacia Condado, a beberse una cerveza bien fría y así botar el golpe de la semana. Mas esta iba a ser la excepción. Se iba a tener que quedar en la universidad a corregir una pila de papeles como de catorce metros, que hacia par de días ignoraba. Una que ya no podía postergar, pues había entrega de notas al registrador.

Sale del salón de clases —luego de terminar de contestar las preguntas irrelevantes de los estudiantes lambones— con los motetes que no le caben en los brazos mientras pensaba cuan aborrecida estaba del embrollo en que se encontraba su vida. Arrastrando los pies como si le pesaran una eternidad en el purgatorio, llega al departamento de español para verificar su correspondencia. De entrada se percata que el área está cundida de unas profesoras viejas verdes que se rehúsan a retirarse, y que para el colmo le envidian, pues no toleran la idea de que ganó el miss Puerto Rico hace par de años atrás. Se insta a no quedarse más de lo necesario. Ya tenía demasiado, como para tener que aguantar los comentarios punzantes y el veneno entre lineas de frustradas, que probablemente desconocen la sensación que produce un orgasmo. Se dirige a la esquina donde está el apartado, se dobla, busca la etiqueta con su nombre, y recoge las tres cartas que ahí le esperaban. Las agarra con poca delicadeza y sale con afán de aquel lugar cundido de un olor a agua florida y botánica. Sube las escaleras, hacia el segundo piso de la facultad, para terminar de una vez por todas el martirio que le esperaba en su oficina, su cárcel de papel con falta de atención administrativa. Abre la puerta, desploma sus motetes en el poco espacio que aún le queda en su escritorio. Un papel se le cae al piso del alboroto, y al recogerlo ve que es uno de los acuerdos del divorcio, lo recoge y lo asegura en su maletín. Se restralla contra el maltratado asiento. Se desabotona el blazer y respira hondo. Luego de trepar las piernas sobre una pila de libros, toma uno de los ensayos que estaban al tope, que tanto esperaban ser intervenidos gramaticalmente. Al comenzar a leer, se percata de que nunca había visto tantos errores ortográficos en un solo párrafo en los diez años que lleva dando clases en la universidad, lo que le desalienta grandemente a continuar la penitencia. Ese no era trabajo de un viernes, si no de un lunes. Se lo tendría que llevar este fin de semana para la casa, pese a lo mucho que odiaba hacer eso. Después que cuco se fue de la casa —mejor dicho, desde que lo botaron— ella se había prometido a si misma a no mezclar el trabajo con lo personal; una promesa rota en más de una ocasión. Toma una de las cartas que traía consigo, la abre sin ningún tipo de cuidado, mientras está pensando en una cerveza vestida de novia. Da con que es una reunión profesoral. Una a la cual iba a tener que ir obligatoriamente, pese a no estar en la mejor disposición de escuchar la chillona voz de la decana, quien habla mucho y dice poco. Abre la próxima y es un calendario académico. Con tono sarcástico, piensa para sí “uno que será extendido mínimo tres veces, eso si tenemos suerte de pasar un semestre libre de huelgas”. En ese momento recibe un mensaje de texto de Cuco, quien ahora aprecia entre sus contactos como Cesar Paulino, de que ya había recogido a los nenes del colegio y dejado en la casa. Le manda las gracias más diplomáticas que se han inventado hasta el sol de hoy. Mira la tercera, sin remitente, un tanto olorosa a mar y arrecife con un tono leve de almizcle.  La huele para coger un buche, lo aguanta y luego de saborearlo un rato, lo exhala. Luego de darle tres palmetazos y ponerla a la luz, para tratar de ver a través del sobre, la abre y nota que está escrita a mano —cosa rara estos días. La extrañeza invadió la expresión de su cara. Le intriga la letra, era elegante, caligráfica, inclinada hacia el frente como si estuviese un tanto afilada, y quien la escribió apoyaba mucho el puño sobre el papel, dejando un gravado al otro lado de la pagina. Con ansias a la expectativa empieza la lectura.

 Ilustración: Lucero G. Michel

“La finalidad de mi día se ha tornado tomar su instrucción. Esos segundos que se toma en llegar del pasillo a la puerta del salón de clases, hieren mi tranquilidad firme y despiadadamente. La seguridad que proyecta, enmarcada por esos ojos alargados, de color turbio, tal cual afgana de facciones extrañas, sublimes, embrujadas. Había visto cosas extrañas, pero nada que se asemejara a su persona, que aprehendiera mi conciencia y mis sentires. Pese a que esto pudiese parecer de mal gusto o fuera de lugar, no pude contener el deseo insatisfecho de acércame a usted de una forma más personal, y teniendo en cuenta las realidades que me apresan, usted es mi profesora y yo su estudiante, aunque me llena de satisfacción que esta relación haya acaecido, me azota el vacío de no poder sentirla.

Perdone los inconvenientes causados.”

Capítulo II