Manolita vive en una residencia. Antes de este punto y seguido he estado a punto de escribir que Manolita reside en una residencia. Pero residir en una residencia parece que sea un efecto óptico, letrado y emocional. Porque más bien parece que hable de una mujer de edad indeterminada que disfruta de sus vacaciones en algún lugar determinado. No es así. Manolita llegó a la residencia “Colonia Güell” para quedarse. Para convivir y para revivir, para suspirar, esperar, respirar libertad y conocer a gente que, como ella, arribó con la maleta cargada de tiempo y mudas para unas cuantas estaciones.
Yo sé que algún día dedicaré un excelso relato a ella, a su vida pasada en Asturias, a sus años mozos entre panes y penas, a sus alegrías pretéritas y a los motivos que la trajeron a esta tierra. Para lograrlo tendré que hablar con su hija Eva, hacerle mil preguntas y tomar mil notas. Pero como eso será después, un después sujeto a los caprichos del tiempo y de mi constante inconstancia. Ahora sintetizaré un cuento de Navidad.
Manolita es feliz. Sonríe como sonríen de verdad las personas que tienen un motivo para hacerlo. Está bien atendida y se siente querida. En ocasiones, se muestra alegre y rompe su hermetismo dejando aflorar sus sentimiento, unas veces, su gratitud, otras. Sé que es feliz porque me manda mensajes de voz con la ayuda de Eva, que le sujeta el teléfono frente a la boca y le pide que me diga algo. Y ese “hola Mario, cómo estás, yo estoy bien, aquí me cuidan y hago cosas. Y te deseo feliz Navidad. Y tengo ganas de verte” es la felicitación de que ansiaba. Manolita me emociona, me alegra y me motiva. También me entristece porque querría poder verla y tratarla más, y que fuera ella la que me contara cosas. Pero su pasado está sujeto a la edad y a los tentáculos cavernosos de la no vuelta atrás. Cuando estamos juntos, habla poco, escucha mucho, y escruta cada movimiento que mis labios ejercen para pronunciar motivos, anunciar hechos, exclamar quejas o tirar de anecdotario fecundo.
Manolita es dichosa en la residencia. Tiene dos gatos. Los abraza y acaricia. Cuando los sujeta en el regazo ellos están en paz y ella exhala sosiego mientras mira a la cámara y, con toda seguridad, piensa que a Mario le gustará la foto gatuna.
Días antes de Navidad, el personal que trabaja en la residencia celebra, como cada año, su fiesta. Trabajadores y trabajadoras que cenan en algún restaurante de Sant Boi o de Barcelona o, incluso, en la modernista Colonia Güell. Pero este año ha sido diferente. Los que atienden durante su jornada laboral a los ancianos, decidieron quedarse allí y cenar con ellos. Guardaron sus uniformes en algún armario, se pusieron guapos, montaron mesas de fiesta, y se sentaron dispersos entre los residentes que también vestían galas, sonrisas, lágrimas venturosas y gratitud apaciguada. Todo esto lo sé porque me lo ha radiado Eva. Y también lo he visto en alguna foto. Y Eva me cuenta lo que me cuenta, me escribe lo que me escribe, me envía las fotos que veo y me regala la voz de Manolita que me dice que está bien, que la cuidan, que le gustan los “gatinos” y que también es Navidad allí, con su gente compañera, con su compañera familia.
El cuento de Navidad se vive en la residencia. Y lo protagonizan los trabajadores que se han quedado allí, con sus mayores y con Manolita, cenando en buena compañía, llenando de regalos sus horas, obsequiándoles atención y cariño, cantando villancicos, rememorando historias de afuera, del ayer que se fue, de este ahora dulce, entregado y recíproco que apuntala un presente recién nacido.