Cuento del mes: “Identidad” de Jorge Valentín Miño

Publicado el 24 marzo 2016 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Por Jorge Valentín Miño

(Cuento FINALISTA Ciencia Ficción: “LA PEREZA EDITORES”. Miami – USA. Publicado en la Antología “Huevo de Pascua y otras ficciones”, 2014. Forma parte del libro Ayer será otro día (2014); republicado en el blog del autor: JORGE VALENTÍN MIÑO / mis relatos de Ciencia Ficción, el 4 de enero de 2015)

Oga ladró al ver a la pareja que venía de frente hacia nosotros. Nos detuvimos. Las figuras crecieron hasta revelar a una dama con el cabello rubio recogido en un apretado moño; trotaba a buen ritmo acompañada de su perro. Retiró el sudor de su frente con la toalla de su brazalete y coqueteó con la mirada. No hubo tiempo para ver en detalle el color de sus ojos, rápidamente nos daba las espaldas dejando en la retaguardia el gruñido del salvaje, que hizo el ademán de soltarse para propinarnos un mordisco. Observamos hasta que se desvanecieron por el sendero. Volvimos a lo nuestro, hacer deporte y completar el itinerario. Es saludable aprovechar la madrugada en trotar por el vecindario. Abandonar la casa, tomar a la derecha y avanzar en todo lo que dura la calle del cementerio; dejar atrás su espantoso silencio y cruzar el Parque del Retiro, en eje longitudinal hacia el tráfico que se despereza entre las ruidosas multifamiliares. Bajar el ritmo para observar el sol pasar mansamente sobre los ventanales, como un láser leyendo los dorados códigos de los cristales.

Los tejados sueltan los caballos pura sangre de sus vivos colores al disparo del día. Descender el graderío hacia el muelle y trotar por la arena relamidos por la espuma del Pacífico. El regreso es por la calle del Museo de Cera, el Banco y el mercado.

Vivimos solos. Yo me dedico en casa, según el guión, a editar películas que me entregan en bruto los de la Acqua Obnubila Cinema Pictures. Oga a escarbar en el jardín y cuidar la biblioteca.

Oga, se acercó al poste para marcar terreno. Entramos a casa. Pronuncié las palabras mágicas para recobrar la identidad. Oga dejó de ser un perro San Bernardo para mostrar sus alas semitransparentes que chirriaron, al estirarse, con el sonido de la paja seca castigada por las lenguas de una fogata. Emergieron sus caninos y se acomodaron sobre la mandíbula, relucientes y curvas en su esencia marfileña. Los ojos de Oga, cesaron de guiñar el candor propio de las especies de este mundo y ahora su mirada, sin brotes de humedad, se plantó maciza en las órbitas oculares.

Bufó como señal de hambre. Le extendí unos daldos recubiertos en salsa de hipogrifo y los engulló satisfecho, luego se marchó a plantarse frente al portón de la biblioteca.

En mi caso, al retomar mi identidad, el cambio fisonómico que experimentaba no era muy llamativo, a no ser por la crecida de las orejas hasta toparse sobre la cabeza y las agallas que se hacían visibles sobre las costillas. Entonces, con la transformación, viene la hora de meterme en la piscina y volver a mi reino de agua.

Lurco se sumergió en el agua de la gran piscina, conectada interiormente con siete mares terrestres, tres vestacianos y ocho del mundo de Pigha. Con infinita calma transcurrió el día en el interior de la casa. Oga; estoico, resguardando la biblioteca y Lurco, en el fondo del mar, cortando y pegando los cuadros para armar una nueva película. Disfrutaba poco el oficio, pero le mantenía los dedos ocupados y la mente alerta, por el momento era lo mejor que el Programa de Identidad podía darle. Luego de asesinar al rey de Zafragda, fue menester darle una identidad secreta y el Programa escogió para él una de apariencia humana, de un planeta diminuto perdido en la axila de la Vía Láctea.

Lurco dubitó en cortar o no una escena en que Dorothea Pax zafaba el nudo que los cuerpos de dos androides se habían hecho al ejercitarse en “Kamasutra para robots”. Consideró que era poco enriquecedora la secuencia para la trama y la suprimió sin desecharla, con la idea de unir esos rezagos de edición para empatarlas en una gran película que la titularía “Zapping”. Terminada la escena diez del segundo acto, enrolló el carrete y lo remitió a través del tubo de comunicación. Ahora, tenía tiempo, antes de volver a la superficie para meterse en alguno de los mares interiores.

Eligió la puerta hacia el mundo de Phior y emergió en una de sus playas para tenderse a sus anchas y tostarse el encéfalo con los rayos infrarrojos de Aldebarán. Al rato se desperezó agradecido de que las ondas ultravioleta hayan eliminado las garrapatas telepáticas de su cerebro. Aprovechó, dando una gruesa bocanada de la atmósfera azufrada y regresó al agua, cruzó la puerta interior, restaba salvar un mar terrestre y de allí filtrarse a la piscina de su casa para emerger a la superficie y retomar su identidad cifrada.

Su poderosa brazada alcanzó las gradas y salió caminando para levantar una toalla y saltar en un pie para destaparse el oído. Retomaba su forma humana a la hora en que amanecía.

No podía ocultar su incomodidad, dentro de un cuerpo tan limitado de sentidos, la sensación de la lengua repasando los dientes era incómoda y el runrún del corazón irritaba sus pensamientos, pero estaba vivo y oculto, eso era lo importante. Allí no lo encontrarían, hasta el planeta era difícil de localizar porque

no figuraba en ninguno de los mapas estelares. Suspiró. Se había vestido, meditando en la practicidad de aplicar a un club de nudistas para no tener que ponerse otro cuerpo encima.

Oga también era otro. Raspaba en el jardín y sus alas se habían replegado dentro de la espalda e integrado a los jugos gelatinosos de su médula espinal. Destripaba un oso de peluche y babeaba incesante. Lurco ajustó en su muñeca un extremo de la correa y el otro lo prensó en la gargantilla del perro. Salieron a la ciudad para su trote habitual. Esta vez hicieron el recorrido en sentido inverso. Ascendían el graderío que les sacaba del malecón y cuando se percataron de la presencia de la pareja fue ya muy tarde, el perro de la vecina había mordido al suyo y los dos se habían trenzado en una salvaje riña. Lurco soltó la correa y ella hizo lo mismo, librando las bestias a su suerte. En un momento de la pelea, se crispó la espalda de Oga, mostrando un tajo en la piel por la que brincaron rápidas sus alas, como navajas convocadas en un duelo malevo; fue de gran utilidad esto porque elevándole unos metros, hizo pasar de largo al mastín enemigo. Oga descendió con vitalidad ya exhibiendo en sus patas unos garfios capaces de, con un pellizco, abrir un boquete en un acorazado. Lurco sintió compasión por el perro desafiante, visualizó el plasma del animalito manchando el asfalto y achicó las órbitas oculares esperando el crac del destace. Oga cayó con los huesos craneales triturados por la descarga, rodaba el graderío, le acompañaba desde su garganta el intenso alarido que los dragotaurios de Hekión dan al abandonar para siempre sus cuerpos. Ahora, se alzaba el enemigo, revelando su auténtica forma, se trataba de una rústica criatura que Lurco solo había contemplado tras los barrotes de los zoológicos transmagallánicos.

Cuando volvieron a sus cabales los mecanismos humanos de la supervivencia, la adrenalina le había catapultado escaleras abajo arrastrando la mascota y dejando un grueso hilillo de sangre como rastro.

“Me han descubierto. Si solo Oga hubiese mantenido la calma.

Tenía el idiota que revelar su forma. Caímos en una trampa; la rubia de silicona sin duda es uno de los soldados de Capria, un agente tentador para que alguno de los dos revelara su identidad.

Le tocó al perro y me ha jodido el bastardo”. Lurco ya no podía entrar en la mansión, sin duda estaba cercada y los agentes enemigos estarían elevando al nivel de ebullición su piscina para hacer salir a otras posibles criaturas ocultas. Por fortuna en este programa de protección solo estaban involucrados él y su perro.

Sacudido por la velocidad de los eventos advirtió que el cadáver aún continuaba aferrado por la correa a su muñeca. Estaba en la mitad de una plaza pública, el tráfico se había detenido para observar la escena, los transeúntes se alejaban gritando y una cuadrilla de policías le amenazaba con sus armas. Recordó el protocolo de fuga sobre cierta cláusula que le instruía de qué hacer en caso de ser descubierto: revelar su forma y combatir hasta la muerte o en su defecto, lanzar un mensaje de auxilio al sistema militar más cercano, zambullirse en uno de los mares y esperar la ayuda. Lurco estaba cansado de esta escena, que se había repetido una y otra vez en distintos planetas donde, camuflado en otros cuerpos, fue descubierto y asistido por la patrulla del Programa. Si lo hacía, si elevaba su corno y soplaba las notas apropiadas que pedían auxilio, en poco, de la estación más cercana: Cráter Tycho; una partida de seres platinados bajarían con sus luces cegadoras para envolverlo en un torbellino de fuego y elevarlo a mejor recaudo. El mar estaba muy lejos para sumergirse. Oga, su entrañable mascota, había muerto y con mucho pesar se quitó el brazalete que los unía.

La edad de Lurco era de tres mil años; había dejado su planeta hace mil de ellos y vagado por el Universo conocido, escondiéndose de cuando joven y desaprensivo, asestó una daga a esa maléfica dignidad que apoyaba el tráfico de alucinantes hacia su planeta. A partir de entonces fue un protegido. Siempre estarían agradecidos con él por haber eliminado a una sabandija de esa calaña, e inclinados por el carácter épico que había ganado su hazaña, le preparaban, siempre que las circunstancias lo exigían, un nuevo cuerpo en un nuevo planeta, para refugiarlo en velados lares, oculto a las manos vengadoras de los caprianos.

Lurco, a falta de mar, hubiese podido arrojarse en la pila de agua de esa bella plaza, adornada con angelotes bonachones en jaspe que le sonreían con displicencia y le mostraban sus tensados arcos.

El agua le seducía, pero esta vez le costaba huir. Estaba cansado de esconderse, así que retuvo una poderosa inhalación de aire y al exhalar hizo saltar la piel humana que ocultaba su identidad.

El príncipe Lurco ahora era visible, se trataba de un gigante, que erguido rivalizaba en imponencia con los altos edificios de la ciudad.

¿Cuál de los soldados de Capria se atrevería ahora a enfrentarlo? La rubia, liberada de su atolondrado cuerpo humano le salió al paso. También se mostraba tal cual era, una colosal hembra musculosa, con tenazas, punzones y brocas iridiscentes. El combate resultó espeluznante y de haberse programado, en cualquiera de las mejores arenas espacianas, la taquilla sería cuantiosa. Sin embargo, ninguno de esos recios aficionados pudo contemplarla, salvo los ateridos humanos, que marchaban a esconderse.

Al final de la pelea, con la rubia a punto de quitarle con un nuevo manotazo las hilachas de luz que le aferraban a la vida, Lurco sacó su ocarina de hule para hacer la postergada llamada de auxilio. En poco asomaban los tipos de la Patrulla Tycho y retiraban a Lurco de la Tierra.

Lurco despertó en el Policlínico. La mirada de una bella mujer le daba la bienvenida.

—Hola cariño —le dijo ella y luego al oído añadió—, eres un felino de Mautracia. También estoy en el Programa. Somos pareja en este nuevo mundo.

La cariñosa dama repasaba su áspera lengua por el rostro de Lurco sin escatimar en dulces ronroneos y llenarlo de mimos. No le hizo falta levantarse en busca de un espejo, su forma era clara; la veía reflejada en los grandes ojos de su nueva compañera. Era la variación de un gato, el príncipe Lurco dijo “Miau” para comprobarlo.


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