Cuento del mes: “Los lobos de Umbría” | Jorge Valentín Miño

Publicado el 05 diciembre 2017 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Por Jorge Valentín Miño

(Publicado en el blog del autor, JORGE VALENTÍN MIÑO / mis relatos de Ciencia Ficción & Fantasía, Quito, el 7 de julio de 2009, registrado en SafeCreative, Registro: Jan 5, 2015 2:59:03 AM UTC | Código: 1501052906627)

Primer premio de Ciencia Ficción Revista “Juventud Técnica” La Habana Cuba, año 2004, publicado originalmente en el libro Ayer será otro día (Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2014).

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(Tomado de http://cdn26.us1.fansshare.com/photo/theabyss/creature-1743780432.jpg)

Desaconsejable es visitar las riveras clandestinas del mausoleo gótico de Umbría porque los hipnóticos cantos lobunos se filtran desde los bosques aledaños. El crimen a Benefactor Constante se aclaró por el simple detalle del anudado de sus zapatos: comparativamente, al contraponerlos a unos deportivos que se encontró al allanar su hogar, el anudado había sido hecho desde afuera; se concluyó así que se detuvo a lustrarse los zapatos y el limpiabotas le rehizo los nudos. Resultó ser uno de los cinco muchachos que lustran calzado en la Estación de Carrozas quien identificó fácilmente esos mocasines: caobas, tersurizados, remaches al punto de broca… «Su dueño tenía harta barba y un paraguas de cuya punta abusaba para golpear la baldosa como si asestara mandobles a imaginarias cucarachas transeúntes. En el lapso de la lustrada es que le advertí rasgos clónicos. El extraño se esforzaba por parecer humano, pero siempre le delataban, sino su cara oculta tras un sombrero saucesco, la afectación de su voz que salía de entre dientes cascabeleantes, con grave acento perruno». En realidad allí no es muy importante esto, cuando los clientes poseen la tarjeta azul en sus solapas que los resalta como hombres defectuosos por anomalías físicas, pero en ningún caso resultantes de clonaciones ilegales.

El extraño pagó con una moneda de cobre y un gruñido sin intenciones de ocultamiento. En realidad no parecía malo, estaba bien alimentado y tenía en su ropa el tufo de humedad retenida en la lana de borrego. Me llamaron la atención sus perdidos ojos negros dentro, muy profundo de sus cuencas orbitales, casi sin brillo —el declarante llevó sus manos a la nariz para percibir aún el latente aroma. Ordené le tomen una muestra de las moléculas odoríferas para el análisis—, resultó inquietante el rebote de la única luz de la estación que le calaba perfectamente en las pupilas, como un clavo de acero sobre una pared de cartón. Entonces, maravillado del nuevo resplandor de sus zapatos, se alejó orgulloso, taconeante por el túnel que conduce a los andenes; luego ya no lo volví a ver sino en las fotografías de los periódicos de crónica roja».

—¡Éstos son! —dijo al mostrársele el cartón con los charolados zapatos y añadió, antes de volver a un silencio que le ha durado meses—. Esos zapatos parecían vivos. Al manipularlos, experimenté igual sensación de cuando, asalariado en el matadero, debía sostener las arterias de los cuellos sangrantes de los hipopótamos descabezados y bramaban esas venas trepidantes con el embalse roto; un trabajo digno de un bombero para no caer de espaldas, con el empuje de esos zapatos que parecían mangueras a tope en un incendio. Un cuero extraño, palpitante. ¡Ah… la moneda! La traigo aquí.

Sacó el cobre de su bolsillo de la pechera para enseñarlo a contraluz. Pedí que la ponga sobre la mesa. El disco emitió un sonido acristalado a pesar de ser metal contra madera el golpe. Noté que llevaba de un lado la efigie de Nicodemo V y del otro lado una de las hermanas Brönte —Emily me confirmaron luego los de balística—. De esas monedas sólo se emitieron una docena, de prueba, que nunca entraron en circulación; las nueve restantes las conserva el Museo Real de La Devinière, la otra —ésta— la perdió Jimmy Carter en una visita no oficial a La Habana; de allí perdemos itinerario hasta este fatal día.

Benefactor Constante era el vigésimo tercer clon de un científico del siglo pasado que entregó su vida —merced a una beca John Varley— a la tarea de desentrañar cuál de las nieves del mundo era la más blanca. A su muerte, tras paradójicamente atrancarse con un granizado de uva, había dispuesto que fuera clonado para que sus predecesores continuaran con la investigación. Ya llevadas diecinueve generaciones, tenía dos nieves finalistas: las del Japón y Siberia. Sabemos que Benefactor Constante ya tenía desentrañado el misterio cuando falleció.

El cementerio estaba en uno de esos días menstruantes, digo yo, porque las lozas de mármol rosa, bajo la luz menguante, daban un elixir colorido de encendido bermellón, casi plaquetarios. Vi a los lobos raspar sobre las tumbas en busca del oro constitutivo de prótesis dentarias, aunque; cabezas de bastón, botones dorados, cajas áureas de rapé, cualquier cosa que brille estaba bien para esos lobos clonados con cuervo. De mejor calidad encontraban lo que cogían si tal resplandor exhalaba merced a las débiles luces oxigenadas por las sombras. La Umbría, en las postrimerías del siglo XXII, sufrió el abuso tecnogenético: florecieron los híbridos con el cruce desaprensivo, básicamente entre reinos vegetal y animal, que alcanzó límites macabros. Inocentes criaturas eran exterminadas, incineradas en pilas cónicas luego de ser pasadas por las armas, víctimas de «errores» de bioformación: calabazas parlantes, berenjenas con lenguas de serpiente; mujeres con cabellos de lombrices que, sentenciadas a la inmovilidad, carecían de un vivo desinterés por la motricidad que se manifestaba en sus miradas tachonadas al piso. Pero… no todo fue desaciertos; allí mismo nació el fibrolenguado, un leguminoso injerto de pez y mazorca que salvó al Asia luego del aislamiento mundial a causa de esa mutación de la Gripe Alfa. ¿Por qué Umbría? Será que las «aberraciones», como las llama el alcalde, ya no tienen nada que aportar, después de haber enriquecido a muchos con esos tours-terror que organizaron los desaprensivos para explotar a las criaturas, captando hacia la ciudad masas itinerantes de turistas que pagaban por ver las deformaciones transitar a pleno día. Luego vinieron los moralistas y una fracción de la tecnoiglesia a presionar a la cámara de nobles para que santificara con leyes la eliminación progresiva de estos pobres de Dios. Aún hoy, es común toparse con esas decadentes criaturas, todo por casualidad: sentado a la barra de una taberna, se puede advertir sobre los mostradores a diligentes hormiguillas con cabezas de elefantes bonsai. Puede ser que, virando en tricibus por algún recoveco de sus calles empedradas, se vea emerger de alguna ventana, a ras de piso, a extrovertidos cangrejos con manos humanas en vez de los grupos de patas y tenazas propias de las centollas originales. Inclusive, muchos desocupados se entretienen tomando las huellas dactilares que dejan a su paso especímenes y, tras compararlas con los archivos digitales, se maravillan al constatar el rostro en las fotografías de los dueños correspondientes a esas porciones de ADN cruzadas con las nécoras. Lo más común en esta alquimia carnal es abrir arcones arrumados en sucias buhardillas hogareñas, donde se apelmazan las cosas antiguas, y encontrar gatos sin pelo embutidos en recipientes cúbicos y transparentes; palangana donde las carnes del felino han crecido hasta adoptar la forma de su receptáculo, con un solo orificio para las evacuaciones y una tapa que los sella a presión. Cubos de material transparente, para que los gatos presos hagan la infrafotosíntesis, es decir; arranquen energía de las sombras como un nogal lo haría sirviéndose del sol. Animalitos concebidos para reemplazar a los floreros en las casas protopostmodernistas.

Benefactor Constante fue uno más de los ajusticiados en esta llamada «limpieza social». Sabemos que un clon de sexta generación es ya una copia burda del original. Para la sexta, apenas se mantiene la capacidad cerebral, pero las otras funciones van tomando camino propio, imaginemos al occiso en su etapa número veinte del proceso, apenas alimentado para que concrete la investigación.

No se presentarán cargos al culpable; dice que lo confundió con uno de los aborrecibles y que además no llevaba la advertencia de su tarjetita azul adherida al ojal de la camisa. Era un hombre, no un híbrido, pero hasta un niño de escuela podría confundirlo y atacar, con el visto bueno de las autoridades ecuménicas, cito: Art. 5 de la Tercera Enmienda a la Mancomunidad Global: «Cualquier terrícola está facultado para eliminar, sin tortura, a las entidades, incluyendo las zoovegetales, engendradas por manipulación genética y cruce no oficial de cadenas vitales. Cumplido el acto, se deberá notificar a las autoridades la ubicación de la entidad para que los departamentos de Sanidad Pública procedan a la cremación; caso contrario, de no reportar al interfecto, se considerará un crimen y por consiguiente se remitirá al culpable a las leyes vigentes sobre aniquilación de especies».

Afortunadamente, Benefactor llevaba instalado en sus ojos un modelo coreano de la serie Parpatronix; esas cámara de fotos oculares que con el mínimo de esfuerzo se adaptan como lentes de contacto y transmiten, en cada pestañeo, un fotograma al tambor de almacenaje instalado al cinturón del usuario. Benefactor había parpadeado bastante su día postrero, el laboratorio se hizo con cerca de 28 800 fotografías. Desde la 8 400, que corresponde a las siete de la mañana, hasta la 12 000 que concuerda con las diez de la mañana, se pudo constatar su desplazamiento: primero a desayunar coelacantos en la riada que da al graderío sur del templo a Von Biskmark, lugar donde la comunidad hindú baja a realizar sus abluciones; lo vemos sumergirse, sin ser advertido, para separar con sus garras las valvas, adheridas al fondo asfaltado, donde antes del diluvio surcaba una carretera de sexto orden. Emerge, tras una hora dedicada al vagabundeo intestinal y en cierta patética escena se lo ve chupando las ocultas ubres de las vacas, por encontrarse sumergidas en el agua hasta las mismas ancas y sin ser advertido, por los feligreses, se atiborra de leche. Emerge con la panza llena y los fotogramas muestran un vistazo que echa a su barriga inflada, donde los botones delanteros —prueba número siete mil cien encontrada río abajo— saltan reventados por la presión del alimento. Las siguientes dos horas las dedica a secarse; se tiende en un cable de terraza de un solar periférico y sólo brinca en espasmos controlados para corretear algún ternasco que detiene su marcha junto a putrefactas flores pestilentes (heno y borgoña). Ya seco, es que va a lustrarse el calzado. Allí, apoltronado toma el Bagdad Review, lo abre de par en par sobre su cara para tapar su rostro, desconfía del lustrabotas y no le dirige la palabra sino apenas escuetas miradas para valorar su trabajo, tiempo suficiente para fotografiarlo, de tal manera los fotogramas, del 10 800 al 11 400 muestran al asesino.

Su crimen habría pasado desapercibido de no ser porque era un hombre consagrado a la ciencia, de él dependía el esclarecimiento de uno de los debates más apasionados de este finales de siglo. Estaba tras la pista y ahora poseía las verdaderas razones por las cuales la nieve del Japón era más blanca que la de Siberia. Los fotogramas 11 401 a 11 423 están en blanco —velados—; otra posibilidad para que hayan aparecido en blanco es que miró un cubo de nieve por un gran intervalo antes de la hora de su deceso. Los fotogramas posteriores son rojos y cubren la fatal herida de su cuerpo. El fotograma 11 428 ya no existe, es testimonio de que cerró los ojos definitivamente a las 4:55 entre la segunda y tercera lunación.

Yo llegué a estas tierras con la sola intención de grabar sus memorables goteras; es conocida esta región por sus tradicionales lobos y por sus célebres grifos de agua. Verdaderas sinfonías que persisten aún ya cerrada las válvulas y se acumulan por los siglos, haciendo posible escuchar goteos de la misma época en que Robellier decapitó al Sultán Almánzor. «¡Sangre!» «¡No.. agua! El goteo es de agua, no de sangre» —aún discuten así los entendidos—. Una cosa sobre la que ya no discutirán los bandos es sobre las investigaciones de Benefactor. Tengo en mi poder sus anotaciones, ha sido apresado su verdugo: un publicista neoyorquino que había lanzado una campaña en favor de un ultradetergente y había asociado la promesa básica de blancura inimitable con las nieves perpetuas de Siberia. Viajó hasta Umbría para eliminar al investigador que en poco iba a demostrar públicamente la mayor blancura de las nieves japonesas.

El manuscrito revelador, un diminuto párrafo en una servilleta, me llegó por casualidad momentos antes de sentarme a escribir esta crónica, salió de las ventoleras rasantes mientras yo exprimía unas naranjas en la cocina, avanzó de lado, prensada entre los dedos índice y medio del bloque derecho de esos cangrejos mutantes que he citado; el protomarisco subió con la carta entre sus patas, que en realidad eran dedos humanos y me la extendió. Sequé mis manos para tomarla y el mensajero huyó vertiginoso para perderse bajo la ventolera opuesta. Miré hacia los lados y a las ventanas del condominio de enfrente, por si alguien hubiese observado el momento de sociabilización con esa cosa; estaba obligado a eliminarla, luego volví sobre la carta al no percibir a nadie. Me maravillé con lo que decía, revelaba el final de sus investigaciones. Por simple juego, casi por inercia, tomé las huellas de este visitante —dos manos laterales con caparazón escarlata—. Al comparar las huellas con el banco de datos, correspondían a las manos de Benefactor. Miré su foto en la pantalla como había sido veinte generaciones atrás, lucía despabilado y bondadoso, joven y de mirada ausente.

Mañana el mundo conocerá el resultado de sus investigaciones. Publicaré en el «Io Magazine» este diálogo explicativo marcado en la servilleta.

Cito las conclusiones del profesor, texto elaborado en diálogo entre dos seres ficticios, posiblemente se trate de sus asistentes:

—La nieve de Japón es más blanca que la de Siberia.

—Será porque allá la luna refleja mejor la luz.

—No. He estudiado el fenómeno hace veinte generaciones. Se debe a que los japoneses se arrancan las canas y luego las arrojan sobre la nieve. En cambio los siberianos se las dejan en la cabeza. (© Jorge Valentín Miño / Quito – Ecuador, 2002)


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