Por Jorge Valentín Miño
(Cuento Finalista Ciencia Ficción Fantasía y Terror: “Cryptshow 2008”. Barcelona – España; incluido en el libro Ayer será otro día (2014) de Jorge Valentín Miño; tomado del sitio web del autor: Mis cuentos de ciencia ficción, 4 de enero de 2015))
Cuando el metal se posó en el Campo de Marte ya las begonias estaban desfallecidas, atacadas por el calor de las toberas descendentes, mientras que las agónicas sucumbieron al peso del armatoste galáctico. Se abrió la portezuela y apareció en inicio su esposa, una hembra del planeta Vlek, bípeda, bifocal, prensil por succión con ventosas al final de cada dedo, piernas casi humanas de no ser porque tenía dos fémures; no el juego tibia peroné de nosotros los humanos, por ello caminaba bastante rígida, pero sin ceder sensualidad en el paso que lo llevaba de lado como las enanas horizontales de los circos de Pfifos. Sus “imperfecciones” eran irrelevantes porque ella gozaba del amor del capitán Rivera, su compañero de viaje que apareció detrás, aquejado de insomnio, liberando como palomas blancas sus dientes en una dentífrica sonrisa que cosechó aplausos.
La Rueda de Prensa que ofreció para atender sus hazañas, fue interesante; sin el menor hato de humildad Rivera, visiblemente aquejado de insomnio, narró cómo se las ideó para registrar los mil nombres con que los seres de los mil mundos conocidos se refieren a nuestra estrella; habló de pie frente un cubo atril de nogal sobre el que desplegó la voluminosa bitácora y en calidad de muestra recitó los tres nombres iniciales y cinco finales de todos los soles encontrados: Zuuftz, Calafeo, Iagatán, Ouspoctrix, Aletplom, Ium, Lethaux, Ouplax. El tercero fue un nombre que poseía escritura pero que no sonaba a nada, según explicó luego: un sonido que anula el bullicio; difícil de entender e imposible de pronunciar por los terrícolas, pensamos se trataba de una broma, por lo que nos desatamos en hilarante barullo y objetamos que posiblemente ese nombre nunca le fue dado a conocer y que nos estaba mintiendo, pero su mujer salió al paso en su defensa, anunciando como primicia que ella podía modularlo si estábamos dispuestos a soportar las consecuencias y claro, accedimos. Entonces la hembra vlek unió sus labios, que los tenía carnosos y encendidos, para dejar correr el aire tibio de su aliento y engarzar tal polémico nombre. Vimos danzar su boca sin percibir nada y para cuando se detuvo, sentimos un hambre tremenda, comprobando con asombro en nuestros relojes que habían pasado ocho horas y caído ya la tarde; sin duda se trataba de una pronunciación que aceleraba el tiempo y le pedimos que no lo silabee más porque si se le ocurría repetirla al hilo, podríamos envejecer en lo que duraba esa simple Rueda de Prensa.
Tras las indagaciones de rigor, discursos alusivos e imposición de preseas discurrimos al coctel, fue donde ella me abordó y halló risible la infidencia que le hice respecto a las uvas que ella levantaba, con voluptuosidad de la crátera, para engullirlas sin masticar.
—¡Así que ustedes pisan estos frutos y luego beben su líquido!
¿Podría mirar sus pies?
—Sí… no… Bueno, no aquí. —Temí ser descortés, pero… enseñar los pies ya es media intimidad. Cambié de tema preguntando si existían más nombres extraños en esa bitácora.
—Sí, hay uno que alarga los orgasmos —me dijo con suavidad al oído… tentándome y no me hallé capaz de reprimir un suspiro.
—Nos vamos querida — interrumpió Rivera y la apartó de mi lado tomándola de la cintura.
Se despidieron de la sala, ella besó tres veces mi mejilla en señal de cortesía a la usanza portuguesa de aquella época y aprovechó los intervalos para entregarme un disimulado mensaje: “En la estación del tren esta noche, a las ocho”. Luego salieron al claro de luna, abordaron un Cadillac rosado, réplica para coleccionistas del original de la madre de Elvis y se perdieron en el tráfico.
Estaba loca, los trenes habían dejado de existir hace mil años y solo se podía saber de ellos en cromos antiguos que venían dentro de las cajas de cereal. Coleccionaba de ellos cuando joven y atraído por la idea de recrearme en sus metales, antes de acostarme, los estuve ojeando, maravillado del tiempo en que la aerodinámica marcaba los diseños; mientras que ahora el elemental cubo, aplicado en un crucero de batalla, podía viajar a la velocidad del sonido sin provocar el latigazo sónico. Caí dormido cuarto para las ocho y sin pretenderlo llegué a la cita a tiempo, justo para escuchar el silbato del tren que anunciaba partida hacia Kansas.
Miré discurrir lentamente los vagones de ese tren fucsia y cuando el último vagón abandonó el andén, develó la figura de la vlek que estaba allí de pie con su largo cuerpo, ataviada en una sola pieza de encaje negro. Elevó su displicente brazo por delante y me dio, con un dedo, la señal de acercarme; se me figuró en
tal cadencia el temible anzuelo con que los pescadores de Brakitania desmandibulan sus brontopeces. Avancé, cuidadoso de no tropezar con las rieles, ella desplegó su lengua y la enroscó con delicadeza en mi antebrazo para ayudarme a subir al andén.
—Admiro tu puntualidad —dijo retirando la mirada de su reloj de tobillo y volviendo al piso el taco de su zapato gris— Sígueme.
Con agilidad me dio las espaldas y dejó caer a la cintura la mantilla que cubría su espalda para exhibir en pleno el descomunal tatuaje, en tinta añil, de una enjuta mantarraya perla; afrodisíaca en las tierras de Almanzor, perseguida como trofeo fálico en las cuevas de Elefantina y hervida en pucheros galácticos sobre las estepas polares de Albidomancia.
Nos adentramos en pasillos que vertían oficinas de administración y según avanzamos, la decoración, esmerada en mármoles y granito, fue decayendo para mostrar cavas en eucalipto y pino artificial que acogían enormes bodegas alternadas de “Cosas extraviadas” y “Cosas definitivamente olvidadas”. Me electrizó ver arrumada a un vértice unas muletas para pulpo, con sus cuatro concavidades acolchadas para receptar los muñones respectivos.
¡Por Radamantis! ¡Quién puede olvidar estas cosas! Todavía el olor a tinta de calamar pululaba en el aire y nos tapamos la nariz para adentrarnos. Horadamos la oscuridad de los patios de infrafotosíntesis, reservados al descanso y transbordo de los pasajeros.
Nos habíamos descalzado para deleitarnos con los suaves nenúfares flotantes en charcos de mercurio de exiguo espesor. Estábamos completamente solos y giró caninamente para entregarme el brillo tostado de sus ojos ovales. Me conmovió hasta el tuétano del hueso sacro su extraña belleza. Alargó sus pestañas superiores y las enroscó con fuerza alrededor de mis orejas para acercarme hacia su boca donde su mandíbula fabricó el más rabioso beso que haya experimentado en mi vida. Luego, sin decir palabra, nos desnudamos con prisa e hicimos el amor a la forma convencional, sin ensayar ninguna excentricidad que ella propuso livianamente. Acordamos de frente como deben hacerlo las especies evolucionadas, dándose la cara y leyendo en cada facción, a media luz, la evolución de los siete trozos de pan que deben irse desgranando de cada alma al transferir el genotipo.
Cuando mi esperma, en fauces de galgos blancos, emergían la cabeza para morder las nalgas del mundo, ella pronunció una fracción del nombre de nuestro Sol bajo un dialecto extraño y el orgasmo se nos alargó por doce minutos, que es el tiempo que les toma a los nenúfares flotantes del mercurio dar capullo fluorescente.
—Hola —era ella en el teléfono—. Gracias por llegar a tiempo y hacerme la vlek más dichosa de la parte sur de esta galaxia. Estuviste fantástico.
Colgó al final de la bocanada de aire que tomé para responder.
Más tarde, en la Redacción del “Io Post”, periódico para el que trabajo, llegó un boletín anunciando que ellos partirían en una nueva misión a cierta estrella de la NGC3310. Acudí a la terminal y estuve a tiempo para ver por última vez, tras la ventanilla, su pecosa cara verde olivo. Agitó un pañuelo rosado en señal de despedida y luego hizo el ademán ese, como que tiraba de la cadena en la locomotora principal para desatar el silbato —reímos—. La nave se perdió en los cielos envuelta en una luz nerviosa.
Abandonaba la estación camino al velódromo, a cubrir la final de la carrera de caballos de mar, cuando avanzando delante por la escalerilla automática encontré —no es muy común verlos— a otro de los de su especie; tenía una abultada joroba y estaba por aceptar el axioma de que “las jorobas son el mínimo común denominador en las especies inteligentes”, pues ya antes había visto un cachipanda y dos seres de Obsidio padecerlas también.
Eché a andar para rebasarlo. Mirando de soslayo advertí su perfil bellamente iluminado, giró su cuello, como un puñal anónimo que luego del mortífero pinchazo se ladea indolente, para enfrentarme y contestó lo que pensaba sin hacerle pregunta sonora: “La paternidad nos pone así, es tan bello esperar un hijo”. Estiró sus ojos a la comisura cercana con dirección a las sienes para ver atrás, hacia su joroba donde me aclaró luego yacía el vástago apuntalado sobre su cervical. Terminado de recorrer el andén, nos sentamos en un banquillo y escuché pacientemente las intimidades de su gestación: “once meses dura adentro, al nacer ríe para estimular la entrada de aire en su agallas y salta al primer bastón que encuentra; entonces hay que nombrar padrino al dueño de ese bastón, su nombre debe venir con las circunstancias. Un día entre los tres y cuatro años debe caerse de un quinto piso y el chasquido que emiten sus huesos marca su nombre… y siempre lo concebimos en sueños, nuestra hembra nos visita en sueños y allí nos apareamos, el sufrir de insomnio es el equivalente a la eyaculación precoz… y siempre, siempre los que deben cargar el peso de la gestación somos los machos”.
Son ya tres meses de esa conversación y noto con inquietud que me ha brotado una verruga en la espalda, tengo miedo de verme al espejo y no he dado la cara por el periódico por temor que encuentren mi rostro demasiado iluminado. Ella ha desaparecido, la verruga crece.
Archivado en: Cuento del mes Tagged: Interculturalidad, Jorge Valentín Miño, Marte, Pansexualismo, Seres extraterrestres