Por Laura Galarza (*)
Mis padres decidieron llevar de vacaciones a esa mujer. Soltera, se llamaba Lila. Solía venir a casa a tomar el té algunos sábados por la tarde. Pero venía como tantos otros amigos, no reparé en ella especialmente hasta aquél viaje. Fue para una Semana Santa que fuimos a Esquel con mi familia. Mi padre la invitó, y mi madre dijo que era buena idea, que por qué no.
Cada mañana en Esquel, mi padre, después del desayuno bajaba hasta el estacionamiento de las cabañas y nos pasaba a buscar por la puerta. Ya habíamos visitado varios puntos turísticos. Una de esas mañanas Lila salió salió antes, y para cuando llegamos hasta ela uto ya estaba sentada adelante. Al vernos llegar, abrió la puerta y amagó a salir como dejándole el lugar a mi madre, pero mi madre dijo que de ninguna manera.
Una vez en camino, Lila pidió que le alcanzáramos los mapas que estaban en la luneta trasera.
—Hoy guío yo —dijo extendiendo el brazo hacia atrá.
Durante las vacaciones había ido mi madre la encargada de decidir a dónde íbamos, estudiando las alternativas, eligiendo el mejor camino. Era buena para eso y mi padre confiaba en ella con los ojos cerrado. Lila, con los mapas sobre las piernas, se ubicó un poco de costado, con la espalda contra la puerta en dirección a mi padre. Aquella mujer era bastante callada, en la conversaciones más bien esperaba que le preguntaran para hablar. A mí me había tocado compartir habitación con ella, la veía cuando se desnudaba hasta quedarse en bombacha y corpiño, o se deslizaba fuera de la cama para ir al baño. Tenía las piernas muy blancas con unas venas azules bien marcadas. Dormía boca arriba con los brazos sobre la cabeza. Recuerdo que esos días evité por todos los medios tener que hablarle y creo que ella hacía lo mismo conmigo. Era de esa gente a la que no le interesan los chicos. Nunca me preguntó nada de lo que suelen preguntar los adultos a los niños cuando quieren entrar en confianza, como a qué colegio vas o quiénes son tus amigas. El primer día, acomodó sus cosas en el placar dejando un espacio para mí. Después se sentó en la cama y me observó en silencio mientras yo guardaba mi ropa. Recién habló cuando saqué una campera que tenía unos patos estampados en la espalda. La ropa de Lila era oscura y usaba siempre pantalones. Me dijo que ella tenía una sobrina que era más chica que yo, que tenía de todo y que era una malcriada.
En el auto anduvimos un trayecto corto hasta que salimos de la ciudad a un camino de ripio. Hacía frío y lloviznaba. Hasta que mi padre dijo:
—Bueno mujeres, ustedes mandan —se lo veía entusiasmado. Y bajando la velocidad preguntó—: ¿A dónde vamos hoy?
Ahí fue cuando Lila propuso ir hasta un criadero de truchas que quedaba cerca, dijo. Lo buscó en el mapa poniéndolo a contraluz a la altura del espejo retrovisor como mostrándole a mi padre. Entonces él detuvo el auto a un costado del camino y se acercó para ver. Desde atrás se veían las cabezas juntas y los cuerpos rozándose. Al final él se dio vuelta y nos miró buscando aprobación.
—Por mí no tengo problema —le oí decir a mi madre.
Arrancamos. El criadero finalmente quedaba a una hora larga. El camino era complicado, de curvas y contra curvas. Lila y mi padre fueron conversando todo el trayecto. Aunque no e los escuchaba con claridad por el ruido del motor, yo pude adivinar por el tono, los comentarios intencionalmente graciosos de mi padre. Eso lo hacía cada vez que había gente, en las fiestas y especialmente con las mujeres. En el camino hacia el criadero varias veces aumentó la velocidad y hacía rebajes, un brazo estirado sobre el volante y el otro sobre la palanca de cambios. Lila lo festejaba riéndose, echando la cabeza hacia atrás. Mientras, mi madre me iba hablando sobre el colegio. Ese año yo había pasado a tercer grado. Durante los viajes, ella solía aprovechar para hablar de cosas que creía importantes, de las que nunca hablábamos en la vida común de todos los días. Pero nuestra conversación era intermitente. Entre tanto yo, leía Los hijos de Heidi, tratando de no marearme con el movimiento del auto. La primera noche, al verme metida en la cama leyendo, Lila había dicho que tendría que leer Moby Dick. Lo dijo de modo severo, como obligándome a hacerlo. Le contesté que ese libro era para varones, y seguí con lo mío. Más tarde supe que ella era arqueóloga. Que la habían destinado a hacer excavaciones en las canteras cercanas a nuestro pueblo y que así fue que decidió quedarse a vivir.
A mitad de camino al criadero paramos en una quinta donde vendían dulces caseros. Fue mi madre la de la idea cuando vio el cartel a un costado de la banquina. Pasamos la tranquera y estacionamos debajo de un árbol. Cuando vi que mi madre se alejaba almeando las manos para que saliera alguien de la casa, me bajé y la alcancé. Miré hacia el auto. Podía ver la nuca de Lila pegada al vidrio del acompañante, gesticulaba de manera exagerada, sus brazos se alzaban como serpientes.
Desde adentro de la casa salió un hombre alto y rubio. Atrás asomó un chico como de mi edad. Los dos llevaban los pantalones caídos y la ropa sucia. En un estante improvisado con maderas viejas se alineaban frascos de dulces con etiquetas escritas con birome. Mi madre compró dos. Mientras tanto nos miramos con el chico como estudiándonos. Tuve que correr para alcanzar a mi madre hasta el auto. Cuando subimos, ella hizo un comentario sobre la vida sana y que se preocupaba porque nosotros tuviéramos una buena alimentación. Lila dijo que ella compraba comida hecha y que cocinar era una tarea ingrata. Se tejió una discusión en tono amable. Mi padre se mantuvo al margen. Subió el volumen de la radio y al final ellas se callaron.
Al rato mi madre habló:
—La verdad es que el tiempo no está como para estar al aire libre —dijo. Lila sin decir nada le sonrió a mi padre. Él dijo:
—Está abriendo —a la vez que miraba hacia el cielo, por la ventanilla.
—Vos sabrás lo que hacés —dijo mi madre.
La visita era organizada por los mismos dueños del lugar, una familia con dos hijos adolescentes. Pude verlos en esa foto desteñida, clavada a la pared de machimbre. Entre el padre y el varón sostenían un pescado enorme. Más atrás, la madre y la hija sonreían a la cámara. La madre fue la que nos hizo de guía. Se la veía más vieja que en la foto, la piel quemada por el sol, dos arrugas profundas surcándole la frente. Llevaba el pelo largo atado con una colita y un pañuelo al cuello. Nos fue llevando por un sendero serpenteante y en bajada, hasta el borde del lago. Durante el trayecto mi padre fue adelante. En un momento Lila apuró el paso dando saltos hasta alcanzarlo. Mi madre y yo nos quedamos con la mujer que preguntó de dónde son, cuánto hace que llegaron. Una vez en la orilla, tuvimos que caminar sobre un muelle largo hasta donde estaba el criadero: unos piletones de red donde se veían peces moviéndose. Alrededor, había plataformas flotantes, como pequeñas balsas sobre el agua, de un azul intenso y oscuro. La mujer pidió que nos distribuyéramos para equilibrar el peso. Pero mi madre que me tenía de la mano, apenas se separó de mí sin soltarme. Mi padre y Lila se distanciaron un poco. Lloviznaba y el viento soplaba con más fuerza que arriba, así que nos protegíamos como podíamos. La mujer dijo que a esa altura el lago era tan profundo que los antiguos pobladores creían que no tenía fondo. Después describió el procedimiento que utilizaban en el criadero: cómo dormían a las truchas y les masajeaban el vientre una por una para sacarle los huevos, hasta vaciarlas. La mujer se tocaba su propio vientre mientras hablaba. La noche anterior nos habíamos quedado viendo una película, menos mi madre que dormía. Cuando terminó, fui a lavarme los dientes y volví al living a saludar. Vi que Lila se había acomodado en el sillón al lado de mi padre. No pude dormir pendiente de las voces de ellos dos que alternadamente se mezclaban con las de la televisión. No pasó mucho tiempo hasta que Lila vino a acostarse y yo me hice la dormida.
En el criadero, no pude terminar de escuchar la explicación de la mujer porque mi madre tiró de mí y me hizo seguirla desandando el camino hasta la casa. Cuando llegamos sacó la campera y dijo que íbamos a tomar algo caliente. Ahí mismo, en la casa de esa familia, habían improvisado una especie de bar para los turistas. Buscamos la mesa y mi madre se acercó a un mostrador con tortas y le pidió una porción al chico que andaba dando vueltas. Lo reconocí, era el de la foto en la pared. Yo no quise comer nada. Al rato llegaron mi padre con Lila y la mujer. Entraron sacándose las camperas y hablando fuerte.
—Ah, acá están —dijo mi padre dirigiéndose a nosotras— creí que se habían vuelto al auto. —Mi madre siguió comiendo. Cortaba trozos pequeños y los masticaba despacio.
—¿De qué es? —preguntó mi padre acercándose.
Mi madre le dio un trozo con el tenedor en la boca. Él se sentó al lado y dijo que quería una igual. Lila que había ido hasta el baño, volvió, se sentó frente a mi padre y empezaron a comentar la visita. En un momento mi madre dijo:
—Por qué no hablan para todos.
Se hizo un silencio.
—Te fuiste —dijo Lila.
—Tenía frío —dijo mi madre.
—Le decía a tu marido que podríamos ir hasta Colonia Suiza a comer torta galesa.
—Yo ya comí torta —respondió mi madre haciendo a un lado el plato con el pastel de manzana sin terminar y levantándose de la silla. Me hizo poner la campera mientras se ponía la suya. Después me llevó por los hombros hasta la puerta. La mujer del lugar al ver que nos íbamos, agradeció la visita en voz bien alta, como si quisiera que todos escucharan. Mi madre tuvo que hacer fuerza al abrir la puerta que hizo un chirrido agudo. Antes de que se cerrara del todo alcancé a ver al fondo, la cabeza de mi padre y más acá unos pescados en un exhibidor envueltos en un naylon transparente. Recuerdo sus ojos bien abiertos.
En el auto esperamos en silencio. El frío se colaba por las hendijas y se oía el silbido del viento. Al rato se los vio venir a Lila y a mi padre caminando apurados, teniéndose las capuchas de las camperas sobre sus cabezas. Ahí fue cuando mi madre en un movimiento rápido, se bajó y se pasó al asiento de adelante.
***
(Buenos Aires, 1968)
Psicoanalista, escritora y crítica literaria. Ex Profesora Adjunta de la Universidad del Salvador, dirigió durante diez años una Consultora en Recursos Humanos que cedió a su socia para dedicarse a la literatura. Se formó con el escritor Guillermo Saccomanno. Sus cuentos han sido publicados en antologías y revistas literarias. Como crítica literaria trabajó para el suplemento cultural “El subsuelo”, del diario El Popular, de Olavarría donde pasó su niñez y adolescencia. Es colaboradora permanente del suplemento Radar, de Página/12. Tiene una columna de literatura en La Medianoche de Del Plata, por Radio Del Plata AM 1130. Es Asesora al Módulo de Literatura de la EOL (Escuela de Orientación Lacaniana). En 2014 su libro de cuentos Cosa de Nadie ganó el 1er. Premio Nacional Fundación Acero Manuel Savio con Vicente Battista, Ángela Pradelli, y Carlos Pereiro como jurado. Coordina talleres de escritura.
"El asiento de adelante" forma parte del libro de cuentos Cosa de nadie (Ediciones del Dock, 2014). Se publica en #LaAquateca con autorización de la autora.
🌼