cuento El dragón y las princesas tristes

Por Igork
Entre las historias de 37 Relatos para leer cuando estés muerto (Igor Kutuzov, 2013) hay un cuento protagonizado por un dragón. Un viejo dragón que despierta. Tenéis el libro de cuentos como ebook en Amazon y Smashwords. Encontraréis relatos y cuentos fantásticos, de humor, amor, relatos realistas. Un poco de todo. Aquí os dejo la voz del dragón.

El dragón y las princesas tristes
«Rugía la noche en los cielos. Una inmensa bolsa de velos y mantos de nieblas que el dragón cortaba sin cesar, elevándose y descendiendo. Si subía a mucha altura, se encabritaba sobre la nada y las alas dejaban de batir el aire frío. Durante unos instantes su enorme peso se desplomaba hacia la tierra, sumiéndose en una vorágine vertical de silbidos y nubes perforadas hasta que decidía reemprender el poderoso aletear. Dormir. Una siesta de cientos, miles de estaciones que se habían sucedido como nacen y mueren las hojas de un árbol. En su anterior amanecer no existían los ruidosos pájaros de metal que había visto a lo lejos, cruzando la negrura en un vuelo recto hacia algún lugar. Una molestia. Antes, los hombres vivían en pequeñas aldeas blancas y amuralladas, casi siempre cerca del mar o de un río. Aldeas salpicadas de grandes estatuas broncíneas que destellaban llegado el atardecer. Los hombres eran hombres y creían en dragones y a ellos se enfrentaban. En su nuevo despertar, abandonando por hastío el tesoro que custodiaba, nadie parecía saberlo ver.
En la profundidad de sus fosas de fuego algo se inquieta. La aguda nariz del dragón rastrea, excitada por el hambre. Una digestión de más de dos mil años. Aislada, vislumbra una construcción humana, que sobrevuela. Le molesta el sordo ruido que emana de la villa; un sinfín de voces sobreexcitadas, risas groseras y una música, un ritmo con el que no es capaz de acompasarse. Es un gran habitáculo de humanos rodeado por una alta tapia, que lo cierra, con algún nogal que sobrepasa el musgo del muro y grandes carros de hierro reluciente dejados en la entrada. En el centro del patio de gravilla hay un estanque y alrededor del lago dos niñas se persiguen. Ríen en la soledad del exterior mientras dentro, en la casa, la fiesta se agudiza. El dragón se aproxima. «Dos princesas», piensa. Cuando entre las nubes vuela por encima del estanque, el agua le devuelve su propio reflejo, una serpiente negra de alas puntiagudas. Sonríe el dragón. ¿Quién, con tanta diversión, se va a fijar en el firmamento?
La noche es un útero frío de nubes bajas, la noche esconde la luna. Noche de caza. Se alegra, podrá practicar el vuelo rasante que tanto lo estimula. Aparecer por la espalda de la presa, que incauta, no es capaz de percibirlo hasta que es demasiado tarde, cuando se gira en mitad del camino y refulge el terror en sus pupilas. Hambre colosal. Cerca de las lomas de hierba de una ciudad, un puño de luz que hiere sus ojos, siente el viejo aroma de la carne de oveja. Un rebaño del que no deja más que pieles grasientas. Más allá, pastando, halla unas vacas que, en realidad, le parece que no saben adónde se dirigen. Satisfecho al fin, vuela y vuela hasta que la curiosidad lo llama. Recuerda las princesas e, intuyendo que el alba no tardará en ensangrentar el horizonte, regresa a la villa. Su llegada es silenciosa. Con movimientos sutiles se posa sobre las tinieblas, en las que no podrá ser visto. A través de las ventanas de la finca emerge una luz sobrecogedora que ultraja parte del jardín. La fiesta es atronadora como un encuentro de espadas. Las dos niñas están sentadas sobre un banco de piedra, cabizbajas, delante de las aguas quietas. Una mira el cristal negro, la otra no mira nada, medio tapada por sus cabellos azabaches. Salen dos hombres del tumulto de la casa, palmeándose y carcajeándose. Uno se endereza, antes de mear sobre las plantas. —¿Todo bien, mis amores? El hombre pregunta pero nadie contesta. Es muy tarde y las niñas, cansadas, saben que nadie quiere respuestas. Vuelve el sosiego al patio de luna escondida de invierno. Cerradas por gruesos abrigos, las niñas aguantan. Aparece una mujer, salida de los ruidos, copa en mano. Se dirige a los carros, a buscar algo que ha olvidado o recordado. La niña escondida entre los mechones negros levanta la cabeza. La dama, severamente borracha, la mira y con un gesto que quiere ser cómplice y no es más que una prórroga, le indica reprimenda. Una dulce zurra. Vuelve a sumergirse en las llamas de la fiesta. Desaparece. Hay mucha gente en el interior, es un destello constante.
El dragón da dos pasos. Las princesas lo miran. Solo ven, en la penumbra, dos pupilas amarillentas serradas por dos negras dagas. Las niñas vuelven a agachar la cabeza, heladas, desconsoladas sin bien entenderlo. Al fin, el viejo dragón se muestra. Formidable, majestuoso como un velero que surge entre la bruma. —¿Aburridas? —pregunta. Las niñas asienten con la cabeza, las pequeñas manos escondidas en los bolsillos. El dragón no sabe si zampárselas o no. Si antes sentía curiosidad, ahora sabe que se encuentra ante dos enigmas de párpados a punto de cerrarse de puro agotamiento. Y así sigue hablando: —¿Por qué no habéis huido? Soy un dragón. Como de todo, desde bueyes hasta personas, aunque siempre me molesta masticar zapatos. —¡No! —Responden las chiquillas a la vez, al tiempo que en sus labios asoma una sonrisa—. ¡Personas no! —Habré perdido la práctica del miedo. Sois las primeras personas con las que hablo en cientos y cientos de años. —Porque quieres estar solo —dice la más pequeña. El dragón arquea una ceja. Nunca antes lo había pensado de ese modo. —¿Por qué te has dejado crecer bigotes? —pregunta una de las niñas. —¡Oh! —exclama, y añade—: para así estar más guapo. Las dos se miran entre sí con una expresión significativa. —¿Creéis que soy guapo? Las niñas mueven la cabeza afirmativamente. —¿Estás invitado a la fiesta? —pregunta la mayor. Entonces es el dragón el que ladea la cabeza, negativamente, moviendo su testa escamosa de lado a lado. —¿Y por qué estás aquí, tú también te aburres? —insiste la mayor. Los enigmas empiezan a parecerle oráculos a la criatura más vieja del mundo. Queda pensativo, algo perplejo. Finalmente les hace una propuesta. —He venido hasta aquí para hablar con dos princesas. Para ser princesas se necesita un príncipe, rico o pobre, tierno o testarudo. He visto príncipes despistados, bravucones, incluso algunos no muy listos. Pero príncipes. ¿Sabéis lo que es volar? ¿Habéis pensado alguna vez que el mundo no es más que una débil mancha terrosa cruzada por un riachuelo?
La noche fue testigo del vuelo del dragón, que remontó el cielo buscando una vieja amiga. Sobre su largo cuerpo, entre las púas que almenan su espalda, asomaban dos pequeñas cabezas. Las princesas tristes que sonreían entre las nubes negras cabalgando un extraño, auténtico y viejo príncipe.» FIN

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