Cuento | Flashdance

Por Aquavioleta @Aquarelas

Por Cristian Godoy (*)
Desde acá vemos la terraza de los chinos, un matrimonio de viejos que tratan mal a los vecinos y que se hacen los que no entienden el español. La mujer está tirada en el suelo, no sabemos si muerta o desmayada.
Estamos los cinco en el balcón de Alan, que vive en el segundo piso. Uno al lado del otro. Nos abrazamos a las rejas, pasamos las piernas por debajo, pegamos patadas en el aire. Corneta es un cagón y prefiere ubicarse más alejado, en posición de Buda. La mamá de Alan nos prohibió que nos sentáramos con las piernas afuera pero ahora está fumando en la cocina con la radio encendida y no viene a controlarnos. Debe estar enojada por algo, porque cuando la fuimos a saludar nos puso la mejilla sin decir palabra. Yo aguanté la respiración mientras le daba el beso, no me gusta cuando alguien tiene mucho olor a cigarrillo.
Hace un rato que la china patinó y se golpeó fuerte la nuca, nosotros vimos todo. Cada tanto le tiembla la pierna. Una sola. Tiembla un poco y se queda quieta. La primera vez que lo hizo nos asustamos. Nos acordamos de la película que pasaron en el cumpleaños de Alan, donde asesinaban a un tipo y el cuerpo seguía moviéndose después de muerto. No era un zombie, tenía algo que ver con los reflejos, según nos explicó el papá que es médico.
Hace un rato que la china patinó y se golpeó fuerte la nuca, nosotros vimos todo. Cada tanto le tiembla la pierna. Una sola. Tiembla un poco y se queda quieta. La primera vez que lo hizo nos asustamos. Nos acordamos de la película que pasaron en el cumpleaños de Alan, donde asesinaban a un tipo y el cuerpo seguía moviéndose después de muerto. No era un zombie, tenía algo que ver con los reflejos, según nos explicó el papá que es médico.
Yo no vi la sangre hasta que Sami la señaló. Le preguntamos dónde. En la cabeza, dónde va a ser, responde. Es difícil darse cuenta, no estamos tan lejos pero tampoco estamos tan cerca, nos separan la calle y la altura. Y las baldosas son de color marrón oscuro. A partir de que Sami saca un dedo por entre las rejas, todos empezamos a notar el charquito. Menos Alan, él no. Enseguida se enoja, piensa que le estamos tomando el pelo, que es mentira y no hay ningún charco.
Pidamos ayuda, dice Mariana y le pregunta a Alan si su inalámbrico agarra señal en el balcón. Es el único de nosotros que tiene teléfono inalámbrico. A mí me regalaron unos walkie-talkies que son parecidos pero no sirven para llamar en serio. Alan responde que todavía no, mejor esperemos un poco a ver si la china puede levantarse sola. Los demás estamos de acuerdo.
No hay mucho para ver en esa terraza: cajones vacíos de soda, un tocadiscos, la pelota de tenis que nunca nos animamos a rescatar, una bicicleta que, suponemos, debe ser del chino, porque la mujer no puede doblar las rodillas. Camina pegada a las paredes, las escaleras las sube igual, de costado, haciendo fuerza con los brazos como si trepara por una soga. El bastón lo sostiene apretado debajo de un hombro.
Cajones, tocadiscos, pelota, bicicleta. Y la china misma, claro. Al hombre aún no lo vimos salir de la casa; a pesar de que camina mejor, es de mostrarse menos. En cualquier momento puede subir a la terraza y pisarle la cabeza si no presta atención. La china no pareció sorprenderse al resbalar, ni abrió la boca. Ya que no iba a poder frenar la caída, se concentró en retrasarla.
Corneta vuelve a sonarse los mocos. Nosotros queremos imitarlo pero no nos sale. Dice que es alérgico a la baba que largan los árboles por esta época. Una baba idéntica a la agüita que le vive cayendo de la nariz, porque es alérgico a los árboles y a todo. Cada vez que pasamos a buscarlo, su mamá le grita que no se olvide el pañuelo.
Antes no la tenía así, dice Alan. ¿Qué cosa? La palma de la mano, la izquierda: antes no la tenía mirando hacia arriba. Seguro lo está inventando, como no pudo ver la sangre quiere ser el próximo en descubrir algo. Pero Sami le cree y reacciona asustada, le da más miedo que la china esté viva a que esté muerta. Nadie lo dijo en voz alta pero a todos nos pareció que nos estaba clavando los ojos mientras se caía.
A partir de que se mudaron los chinos se ven menos gatos por el barrio. La solterona del quinto baja con el plato de comida, lo deja apoyado en el mismo lugar de siempre, al rato vuelve y lo encuentra intacto. Mi papá antes se quejaba de las marcas de las uñas que le hacían sobre el capó y ahora ya no. El portero del edificio dice que el otro día mató a una rata. También desapareció la gata de Sami. Para eso vinimos en realidad al balcón, para descubrir si la tienen atrapada en la terraza. En el barrio se rumorean muchas cosas acerca de los chinos y Sami tiene miedo de que sean verdad.
Les chisto para que hagan silencio y presten atención, me parece que la china está intentando abrir los ojos. Mariana vuelve a insistir con que tenemos que pedir ayuda y se levanta para ir a buscar el inalámbrico. Yo me saco los anteojos y los limpio con el borde de la remera. Al ponérmelos otra vez, ya no me parece que la china esté moviendo los párpados.
Creo que me confundí, le digo a Mariana. Ella está atrás con el teléfono, cada botón que toca hace un ruidito diferente. Dame que lo vas a romper, le dice Alan y la agarra de la muñeca, se la aprieta para hacerle doler. Pero Mariana no suelta, tiene más fuerza que todos, siempre gana a las pulseadas. A los padres no les gusta que se junte con varones.
El resbalón de la china fue raro. La mamá de Alan había subido el volumen de la radio porque estaban pasando el tema de su película favorita. Es una pesada, dijo nuestro amigo mordiéndose el labio, apenas reconoció la melodía. En ese momento no le salía el título, que es una palabra en inglés. El ritmo de la primera estrofa es más lento, pero después se acelera. Quedó de fondo justo cuando la china apoyaba sin mirar la punta de su bastón sobre la pelota de tenis. Primero empezó a irse para atrás tirando manotazos, queriendo agarrarse del aire. Pegó un salto con una patada, al mismo tiempo que con el brazo del otro costado tiró una piña al cielo. Después cambió de pierna y de brazo, un par de veces más, retrocediendo a los saltos. Cada paso que daba la volvía más joven y flexible, capaz de doblar las rodillas. A pesar de no poder escuchar la música que sonaba de nuestro lado, estaba perfectamente sincronizada con el ritmo.
¡Flashdance!, gritó Alan. Los movimientos de la china le habían recordado el nombre de la película, porque se caía como imitando el baile de la protagonista. A Sami se le escapó un aplauso y enseguida se tapó la boca. Corneta no paraba de sonarse. Yo podía adelantarme a lo que estaba por suceder porque había enganchado esa parte en la televisión. Tenía la imagen de la chica tirándose en el aire con los brazos abiertos aunque no hubiera nadie para atajarla. Por eso mismo pensaba que la china podía llegar a salvarse. Pero había cobrado tal envión que el cuerpo se le despegó del suelo, quedó girando como un trompo sobre el dedo gordo del pie y luego sí, salió despedida y aterrizó de nuca.
Eso no fue lo que más nos impresionó, ni siquiera después, cuando descubrimos la sangre. Lo más impresionante de todo fue que, segundos antes de volar y terminar estrellada, segundos antes de que la locutora interrumpiera el final de la canción, la china nos había señalado de a uno con el dedo, como amenazando con regresar a buscarnos algún día.
En este momento Sami está asomada por afuera del balcón, de espaldas a la calle. Tiene los codos apoyados sobre la baranda. Corneta le agarra los tobillos, le chorrea agua de la nariz pero no puede limpiarse. Intentamos averiguar si hay vecinos en los pisos de arriba observando lo mismo que nosotros. Tal vez ellos tampoco amagan a resolver nada. Alan sigue peleándose con Mariana y, aunque no consigue que le entregue el inalámbrico, al menos le impide marcar.
¡Ahí viene! ¡Ahí viene!, grita Corneta con voz gangosa, tragándose los mocos. Se refiere al chino, que está subiendo por las escaleras, lo ve a través del hueco entre las piernas de Sami. Al instante nos quedamos quietos, intercambiando miradas: necesitamos hacer algo urgente. Si sube otro escalón más, los ojos le van a asomar por encima del nivel del suelo y se van a encontrar con el charco y los pelos alborotados de su mujer.
Recorro los objetos en la terraza como si yo estuviera ahí y pudieran servirme de algo. Sin embargo funciona. El tocadiscos abandonado me ayuda a recordar quién era el dueño anterior de la casa, el señor que sabía arreglar de todo.
Me estiro y le saco el inalámbrico a Mariana. Es más fácil hacer que se le resbale de los dedos que tratar de arrancárselo por la fuerza. De todas maneras a ella no le importa dármelo porque ya demostró que Alan es un maricón y que le puede ganar cualquier pelea.
Mi mamá tenía el teléfono del señor que arreglaba todo. Una vez le había dejado una plancha y me pidió que llamara preguntando si estaba lista. Tuve que llamar un montón de veces hasta que logré ubicarlo, porque, además, hacía arreglos a domicilio. Siempre me atendía la señora y me pedía que llamara más tarde. Así me aprendí el número de memoria.
El chino frena antes de llegar a la terraza y da media vuelta, debe escuchar que suena el teléfono. Nosotros seguimos esperando a ver si la china puede levantarse sola. O si no se levanta más.
***

Cristian Godoy
Ph: Bruno Szister

(*) Cristian Godoy
(Ciudad de Buenos Aires, 1983)
Publicó los libros de cuentos Galletitas importadas (Pánico el Pánico, 2011), Santa Rita (Exposición de la Actual Narrativa Rioplatense, 2014), y Ruidos molestos (Conejos, 2016). Sus cuentos también han sido publicados en revistas literarias y antologías; incluyendo la revista Punto de partida (Universidad Nacional Autónoma de México, 2014), en un número dedicado a cuentistas argentinos menores de 40 años. Su primera novela, Campeón, obtuvo en 2011 el primer lugar en el Premio Municipalidad de San Salvador de Jujuy.
"Flashdance" forma parte del libro de cuentos Ruidos molestos publicado por Conejos en 2016. Se publica en #LaAquateca con permiso del autor.
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