Ilustración: Vanix
Por Anahí Flores (*)
Una hora atrás, mientras Roberta venía caminando por las montañas, le pareció escuchar pasos. Se dio vuelta. A su alrededor, las rocas estaban inmóviles. Unas piedras pequeñas se deslizaron cuesta abajo como si alguien las hubiera pisado. Seguro que había sido el viento. Se puso los guantes y subió el cierre de la campera.
No habrían pasado ni quince minutos cuando escuchó voces. Le parecieron alegres. Vio el glaciar, a lo lejos. Hacia la derecha, la pendiente rocosa subía. Hacia la izquierda, aparecía el espacio vacío y curvo que había dejado el hielo al retraerse. El camino continuaba tan solitario como antes.
Roberta apuró el paso para llegar lo antes posible al glaciar frente al que ahora está sentada, sobre una roca ancha, con el libro abierto que no lee. El viento pasa las páginas, todas, hasta llegar a la última. Mientras venía caminando se había topado con una nube. Para llegar al glaciar era necesario meterse en ella o subir una cuesta y desviarse quién sabe cuánto. Roberta entró en la nube. No era densa y dejaba ver el sendero varios metros adelante. Volvió a oír las voces. Eran de mujer y parecían estar divirtiéndose. Llegó a identificar algunas palabras sueltas: glaciar, camino, perro. Fue al escuchar la palabra “perro” que oyó el ladrido. Creyó ver a tres mujeres y un pekinés que iban bastante más adelante, por el mismo camino que ella. Roberta se apuró para alcanzarlas, no porque quisiera hablar con ellas sino por verlas mejor, confirmar que de verdad estuvieran allí. Pero las mujeres y el perro se esfumaron tan rápido en la nube que se convenció de que sólo las había imaginado.
Cierra el libro y lo guarda en un bolsillo interno de su campera. Se pone la capucha y se acomoda en la roca como si fuera un sillón. Los primeros copos de la nevada comienzan a caer y el glaciar continúa con el susurro del deshielo.
Las voces vuelven y el ladrido ronda sus pies. Allí están de nuevo, las tres mujeres y el perro.
—¡Hola! —les dice. Ellas no se inmutan.
—¡Hola! —insiste Roberta. El pekinés se le acerca moviendo la cola, pero cuando intenta acariciarlo, la esquiva.
—Es muy tímido —dice una de las mujeres. Está sentada a su lado, en la misma roca frente al glaciar. A Roberta le sorprende que se haya desplazado tan rápido y en silencio. Las otras dos también se acercaron a menos de un metro de ella y la miran sin decir nada.
—Las vi en el camino —comenta Roberta por decir algo. La que está sentada asiente.
—Venimos del hotel —dice y señala con la cabeza hacia la izquierda. Roberta no había reparado en una elevación a lo lejos, donde hay una casona con la chimenea encendida.
—¡Ah! —dice mirando el hotel—. Yo vengo del campamento base. ¿Y cómo es el hotel?
Las tres mujeres se miran entre sí. El pekinés corre hasta el glaciar, levanta una pata y riega un fragmento de hielo, que no se derrite como sería esperable.
—El hotel es raro —dice una de las que está de pie—, estamos pensando en irnos hoy mismo.
—Sí —interrumpe la que aún no había hablado—. Es frío y la electricidad se corta a cada rato, por eso prenden velas. Muchas velas.
—De noche es una heladera —dice la que está sentada—, pero de día te cocinás. Y las paredes crujen como si les sonaran los huesos.
Roberta nota que ahora las tres mujeres están sentadas sobre la misma roca que ella, del lado izquierdo. Tiene la sensación molesta de no saber cuándo lo hicieron. Quedan las cuatro en línea, todas de frente al glaciar como en una platea de piedra. No pueden haber pasado más de unos segundos, a lo sumo un minuto, desde que se sentaron y sin embargo, nada, no recuerda nada. El pekinés se le acerca moviendo la cola pero, esta vez, no intenta acariciarlo.
—Anteayer bajé a la cocina —dice la que se había sentado primero. Roberta la observa de reojo, lleva dos trenzas y flequillo—. Bajé a la cocina porque me levanté hambrienta, como si no hubiera comido en años. Pensé que, aunque no fuera la hora del desayuno, algo me servirían, por lo menos un pan de ayer. En la cocina no había un alma pero las pavas chillaban cargadas de agua hirviendo y el olor a pan recién horneado era maravilloso. Fui hasta el comedor: las mesas estaban servidas. El café humeaba. No había ni cocineros, ni mozos, ni huéspedes a la vista. Me volví corriendo a la cama y me metí bajo las cobijas.
¿Cobijas?, piensa Roberta. ¿Quién usa esa palabra hoy en día?
—Y yo —interrumpe la que sigue— me desperté en la mitad de la noche con música a todo lo que da. Ellas duermen como troncos y no se dan cuenta de nada pero ¡el susto que me llevé! Al rato, así de golpe como había empezado, la música se cortó. No pude pegar un ojo el resto de la noche. Mientras la mujer habla, Roberta la observa: lleva rodete; da una rápida mirada a la tercera: dos rodetes con lazos azules. Entonces, como si hubieran ensayado en ese orden, toma la palabra la de los lazos azules.
—Todas las noches desde que estamos acá —dice—, sueño que alguien se sienta en una silla junto a mi cama. No consigo verle la cara porque está oscuro. Cuando me despierto, la puerta del cuarto está entreabierta.
Roberta presiente que es su turno de hablar pero no sabe qué decir. Desvía la mirada hacia el glaciar. Un vapor cálido sale de su boca formando una nubecita en el aire. Siempre le gustaron esas nubes. De chica, como todo el mundo, también jugó a que fumaba cigarrillos imaginarios en invierno. Pero, ahora se da cuenta, no ha visto ningún vapor que saliera de las bocas de esas mujeres. Mira hacia la izquierda, la roca se extiende vacía y cubierta de nieve fresca. No hay huellas de que haya habido nadie sentado a su lado. Durante unos segundos más, aunque ya no las vea, sigue escuchando sus voces. Se confunden en el aire con los copos de nieve y parecen llamar al pekinés. Roberta no quiere quedarse a solas con esas voces revoloteándole. Se levanta y comienza a caminar. A los pocos pasos se detiene y mira hacia el hotel. Desde donde ahora está, no lo ve. Podría desandar el camino hasta la roca, pero decide no volver. Si descubriera que el hotel no está, ella misma se obligaría a salir corriendo, volar hacia el campamento, y prefiere mil veces ir andando a paso tranquilo bajo la nieve.
(Buenos Aires, 1977)
Narradora y poeta. Se dedica a escribir y dar talleres. Sus libros publicados son: Se durmió y otros poemas (Bajo la Luna, 2015, gracias al Tercer premio del Fondo Nacional de las Artes), Todo lo que Roberta quiere (Textos Intrusos, 2013), Catalinas Sur (Eloisa Cartonera, Buenos Aires, 2012) y Limericks cariocas (Caki Books Editora, Rio de Janeiro, 2011). Tiene dos plaquetas: Boomerangs, que salió con la revista Letra Clara (Granada, 1998) y La plaza (serie de cuatro poemas), de Paisanita Editora (2013). Entre el 2003 y el 2010, publicó seis libros sobre la filosofía del Yôga, en Buenos Aires, São Paulo y Rio de Janeiro. Actualmente organiza el Proyecto Bailarinas, que alguna vez se convertirá en un libro de cuentos de varios autores contemporáneos, ambientados en el mundo del ballet.
"Frente al glaciar" fue publicado originalmente en el libro Todo lo que Roberta quiere (Textos Intrusos, 2013). Se publica en #LaAquateca con autorización de la autora.
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