En Oubatán pasaban pocas cosas y todo lo que rompía la monotonía alcanzaba un carácter legendario. Hablábamos de aquellos estúpidos incidentes durante meses, durante todo el tiempo que tardaba en suceder algo nuevo que captase nuestra atención. Una vez llegó un gato pardo, tiempo después llovía. Por eso siempre que veíamos un gato pensábamos que no tardaría en llover. Oubatán era la isla más lenta y aburrida de este turbador y acelerado planeta. Los habitantes proscritos de Oubatán tampoco eran divertidos. Todos los que allí vivíamos lo hacíamos por la misma razón: nadie nos encontraba interesantes. No podíamos aportar al mundo y fuimos condenados a la execración de una isla aburrida en la que siempre era jueves y en la que los gatos pardos desnortados eran sinónimo de tormenta, y ésta la ocasión de una conversación soporífera prolongada durante incontables jueves.
La llegada de nuevos reos estaba en un escalón de diversión por debajo del avistamiento felino. Los nuevos inútiles aburridos tardaban tiempo en adaptarse. Durante los primeros jueves cada uno buscaba su propia porción de adusta y arenosa soledad, finalmente se incorporaban a la manada dominados por la necesidad de sentirse humanos en confrontación a otros, aunque en realidad nadie importase a nadie, éramos como los perros en los parques, nos olíamos, nos reconocíamos y seguíamos nuestros caminos. Los novatos llegaban en lancha por las noches, de tal modo que ese fenómeno si quiera era percibido por los veteranos como una atracción. Nadie protestaba por estar allí. Había un lindo sol que bañaba la blanca arena, había comida de sobra lanzada en cajas desde el cielo y había mujeres y hombres en edad de procrear. No había ancianos o niños, éstos eran demasiado divertidos en ambos casos para habitar Oubatán. Aquella isla era como un zoo, animales enjaulados y alimentados con pocas pretensiones de libertad. Recuerdo poco de mi juicio, en realidad me interesaba poco. Ya estaba condenado muchos miércoles atrás.
No recuerdo cómo comencé a ser el “Sinrisas”, así me llamaban mis conocidos, supongo que esas cosas simplemente suceden poco a poco. Todo me importaba tan poco entonces como me importa que siempre sea jueves ahora. Los condenados a esta isla no tenemos redención. Un jueves, después de muchos sin pronunciar palabra me vi obligado a discutir con una aburrida habitante de la isla que me preguntó por un sitio dónde dormir. No me sorprendió que me hablara precisamente a mí, es de mala educación por aquí mostrar sorpresa. Contesté ampliamente a su pregunta. Y aún cuando se hubo marchado la seguí para darle más inútiles indicaciones que no quería escuchar. Pero yo sentí la necesidad de seguir hablando, hasta que de tanto insistir acabé cometiendo el gran pecado de Oubatán, decir algo mínimamente relevante. “En realidad este sitio es precioso, hay un montón de cosas que hacer por aquí”, me sorprendí diciendo a una espalda que se alejaba. Al siguiente jueves salí a pescar, al próximo escalé una colina, uno después escribí medio poema en la arena, más tarde corrí durante horas por la isla para sentir la brisa en mi cara, algunas noches comencé a masturbarme recordando mujeres que creía olvidadas. También tomé el sol ¡Y me bañé! Una tarde de jueves recordé un chiste del colegio y me reí. Poco después avisté un gato pardo y lo perseguí durante horas para preguntarle el secreto de la lluvia de Oubatán. Luego creo que me curé. El día que abandoné Oubatán era viernes y llovía a cantaros, aquel gato nunca confesó el secreto mejor guardado de aquella isla.
ALFONSO CARDENAL