Cuento | Submarinos amarillos

Por Aquavioleta @Aquarelas

Ph:  JD Hancock


Por Carolina Bruck (*)
Catalina miraba a la madre, y la madre miraba a la hija, ¿y también a Catalina le había sucedido un desastre?Clarice Lispector
Todos en mi familia son alérgicos a los plátanos. Cuando era más chica, me decían que me escapara de esas pelusas amarillas que volaban por todas partes en primavera. Si respiraba un poco del aire de alrededor, se me podía meter una plumita y ahí mismo me moría de un ataque de asma. Hasta los diez, me cruzaba de vereda cada vez que aparecía un árbol emplumado. Al cuete: cuando empezó lo de mamá me olvidé y resulta que no pasó nada. Ni un resfrío.
Ahora que lo pienso, lo de mamá me hizo más fácil la vida. Los plátanos, por ejemplo, ya no me preocupan. La ropa, tampoco. Ni en la escuela me dicen nada cuando me olvido del pelo recogido o de las medias tres cuartos azules; y eso que hasta el año pasado nos tenían cortitas, cortitas. Con la bici voy por el medio de la calle y cruzo los semáforos en rojo. Total: qué me puede pasar. Ahora, ato la cadena a uno de estos troncos que parece que tienen una armadura oxidada. Hoy no almorcé: me comí una bolsa de semillitas de girasol y me tomé una Pindy de pomelo para no tener que parar en casa. Eso también mejoró: no hay que preocuparse por comer sano, por las vitaminas ni nada. Algunos días, como helado o pochoclo; y otras veces sanguchitos del buffet, total nadie me reta.
Salí del cole directo con los dos atados de Le Mans rubios largos, el bolso con el camisón y las sábanas limpias que me dejó ayer la abuela. Podría arrancar unas mandarinas amargas, esas que crecen en los árboles de la calle 51 y hacen vomitar; ponerlas en una canasta y dárselas a mamá, como la reina mala de Blancanieves pero al revés. No me animo.
Todavía no lo traje a Tomás. No sé si va a soportar esta mezcla de olor a pis y a desinfectante. Por ahí no la reconoce o se asusta. Bueno: es que mamá da miedo. Prefiero contarle que tiene una enfermedad contagiosa, y que por eso no puede ver a nadie. Él es tan bueno que me cree y se queda en casa toda la tarde jugando con Mis ladrillos.
De afuera, la clínica es parecida a nuestra escuela, que es parecida a todos los edificios grandes de La Plata. Una casa antigua de dos pisos pintada de gris claro, con una puerta como de tres metros, un llamador en forma de mano de mujer redifícil de alcanzar y calcomanías con la bandera argentina mirando hacia afuera en las ventanas de la oficina del dueño. Los postigos de la planta baja están casi siempre cerrados; las marcas del óxido en el metal parecen cascaritas de lastimaduras que nunca se terminan de ir.
Golpeo la puerta de madera con mi mochila. La enfermera gorda me empuja rápido; parece que no quiere que conmigo entre el aire de la vereda. 
—Quedate acá, nena. Tu vieja tiene que terminar la terapia ocupacional.
No entiendo muy bién qué es eso de la «terapia ocupacional»; ahora dicen que le hace bien, pero cuando se enfermó todos le echaban la culpa a que tenía muchas ocupaciones. 
La gorda me arrastra hasta un lugar que es como un balcón y me sienta en una silla plegable al lado de la baranda; desde acá los puedo ver a todos en el patio.
Cada uno hace la suya. Yo ya me sé los nombres, después de dos años. Daniela es la más chica: tiene quince, tres más que yo (bueno, hasta hace un mes, cuatro más que yo; no sé cuándo los cumple, así que por ahí me lleva tres o tres y medio). Dibuja unas historietas de chicas con pantalones de cuero y corpiños puntiagudos que están buenísimas; las pinta con unos lápices acuarelables de gris, de blanco, de negro. A mí me dio mucha intriga la primera vez que la vi, porque me parecía que era demasiado chica para vivir en un lugar como este. Pero no le pregunté, porque cada vez que me veía escondía la cara detrás de sus dibujos.
Los demás son aburridos, viejos que hacen cosas de viejos. Enzo lee el diario con los ojos recerca de las letras o agarra cualquier papel que encuentra por el piso y lo mira como si tuviera que descifrar un código secreto. Sofía teje cuadraditos de crochet para hacer una manta; cada vez que me ve me pasa la mano por el pelo como si fuera una nena de seis años y me lo deja todo pegoteado. Bernardo camina de una punta a la otra del patio en salto de cama; creo que cuenta las baldosas. Papá me dijo que Bernardo es esquizofrénico, que es como tener dos personalidades, pero para mí es un zombie, igual a los de la revista del hermano de Guillermina Capdebarthe, esa de La noche de los muertos vivientes.
Del otro lado del patio está el nuevo: a ese todavía no lo conozco. Es joven: no tanto como Daniela, pero igual bastante joven. Como que terminó el secundario hace repoco. Y en un costado, está sentada mamá. De tanto que fuma, los dedos se le volvieron flacos y largos. También parecen cigarrillos. Desde acá arriba la veo llevarse seis Le Mans a la boca al mismo tiempo.
La enfermera me saca la silla plegable y me lleva a la oficina. Dice que tengo que esperar ahí por si ahora pasa algo que no pueden ver las nenas. Escucho tazas de metal que golpean sobre la madera, silbidos. Yo le digo que no soy una nena, que tengo 12 años y estoy en séptimo grado, y que además casi vivo sola con mi hermano. Mamá está internada acá y papá trabaja todo el día, o se va de viaje y nos deja con la abuela. No soy una nena, soy una señorita. Si ya me sale sangre todos los meses y tengo que ponerme algodón en la bombacha a cada rato. 
La primera vez fue horrible, en sexto grado: yo estaba en la escuela y se me llenó todo el guardapolvo de sangre. Como en una película de terror prohibida para menos de trece. Un chico de quinto me vio y me empezó a gritar «sos un asco, chancha inmunda». Después les contó a sus compañeros, uno me señaló y dijo: «miren, la mataron en un enfrentamiento». Todos se empezaron a reír y a mí, no sé por qué, más que vergüenza me dio miedo. Un miedo raro, no como el que me agarra cuando tengo que decir la lección en el frente y no estudié, o como cuando tengo que cruzar la avenida sola. Un miedo mucho más fuerte. La directora me llevó a un cuarto sin ventanas al lado de la Secretaría. «Ya estás en edad. No entiendo como en tu casa no te explicaron nada», me dijo. Me explicó lo de ser señorita, me tapó con un pullover en la cintura y me mandó para casa. Esa tarde cuando me bajé del colectivo casi me atropella un auto que pasaba con luz roja. 
La enfermera no me escucha: está concentrada en una bandeja llena de vasitos de plástico, les pone distintas pastillas. Eso hacía la abuela en casa con las de mamá, pero no las guardaba en vasos, las ponía en un tupper con distintos agujeros, uno por cada día de la semana. Hasta que Tomás encontró el tupper y casi se las toma. Cuando se las sacaron lloraba y pedía «colores, colores», que es como mi hermano les decía a los confites sugus cuando estaba aprendiendo a hablar. Después, al tupper no lo vimos más.
Aprovecho el silencio para pensar en cosas que le puedo contar a mamá. Siempre tengo que prepararme algunas historias, porque ella no cuenta nada y todo el tiempo pide cigarrillos. Entonces, me imagino que es un bebé que no sabe hablar y llora, y le cuento. La vez pasada le conté que en la escuela hicimos un simulacro de bombardeo: había que imaginarse que los ingleses bombardeaban la ciudad y entonces, después de escuchar la sirena, nosotras nos teníamos que esconder debajo de los pupitres. A mí me parecía raro que un pupitre de la época de Sarmiento me pudiera proteger de una bomba, pero no me animé a decir nada en clase, después de que la maestra me retó porque grité demasiado cuando cantamos tras su manto de neblina no las hemos de olvidar. Mamá ni reaccionó con esa historia; yo pensé que como ella les tiene tanto respeto a los ingleses se iba a asombrar de que estuviéramos en guerra, o se iba a poner triste. Pero no: nada más me recordó que a la semana siguiente le trajera cigarrillos.
Hoy no sé qué le voy a contar. Puedo seguir con eso de la guerra, contarle que la maestra leyó en voz alta la carta al soldado desconocido que escribió Guillermina Capdebarthe, una carta que te emocionaba mucho sobre todo porque escribía muchas frases sobre la valentía con signos de admiración y adjetivos raros como «inconmensurable» o «trascendental». Eso por ahí le gusta, creo que me acuerdo de algunas de las frases. Pero no le puedo contar de mi carta. La maestra me la tachó toda con rojo y me la hizo reescribir. Me dijo que a los héroes de la patria no se les hablaba de esa manera, que se trataba de alentar y no de desmoralizar a la tropa. Yo le pregunté qué significaba «desmoralizar» y me contestó que lo buscara en el diccionario. A mí me puso muy triste, porque mientras escribía la carta me había acordado del «Romance del enamorado y la muerte», un poema que me gustaba mucho y que lo habíamos estudiado de memoria para la escuela. Era sobre cuando te llegaba la muerte y que aunque trataras de evitarlo te iba a llegar de todas formas. A la maestra le pareció que ponerme a escribir pensamientos sobre la muerte para los soldados estaba muy mal y por eso se enojó tanto. Esa tarde, a la salida de la escuela, me quedé sentada en un banco de la plaza Moreno mirando una de esas estatuas que le hacen los cuernos a la Catedral.  Guillermina dice que son diabólicas y que después de mirarlas hay que hacerse la señal de la cruz. Yo intenté hacérmela, pero como nunca me la enseñaron no me salió.
También le puedo contar a mamá que Tomás descubrió los cuerpos desnudos de la Enciclopedia, que lo reté por andar mirando cosas de grandes, y escondí el tomo diez en un cajón de mi pieza. El sábado se los había mostrado a Guillermina, que no me creía: unos dibujos que eran como fotos de una mujer y un hombre desnudos, con todo al aire, ocupaban la página completa y después diez láminas más mostraban el sistema respiratorio o el circulatorio o el digestivo, y el resto del cuerpo otra vez desnudo. La mujer tenía mucho pelo negro y el hombre, el pito bastante grande. Nos daba un poco de asco, pero igual se lo estuvimos tocando y matándonos de la risa. Queríamos arrancar la foto para ponerla arriba de la mujer, pero nos dio miedo de que la abuela se diera cuenta. Después, Guillermina me llamó por teléfono y me dijo que en su casa tenían esa enciclopedia y que en la misma página del tomo diez no figuraban esas láminas, que seguro ésas que tenía yo alguien las había agregado. Yo pensé que el hermano de Guillermina había arrancado las láminas para poner a la mujer y al hombre uno arriba del otro, y después no las había vuelto a pegar. Pero no quise discutir por una pavada. Si le cuento todo esto a mamá, seguro no me va a entender.
La enfermera me dice que puedo volver a asomarme al balcón; mamá va a venir en un rato, la están bañando. El único que quedó en el patio es el nuevo. Está tirado en una reposera al sol, como si estuviera de vacaciones. Es alto, morocho de piel y de pelo, aunque el color de pelo se le nota poco porque lo tiene cortado muy cortito. Usa los pantalones adentro de los borceguíes, que son como los de los buzos tácticos que vinieron a dar la charla a la escuela.
—Mirá lo linda que se puso porque vino la hija de visita. Y además, hoy tiene ganas de hablar.
No me gusta que la enfermera la trate como una nena. Yo puedo tratarla como un bebé, porque es mi mamá. Pero esta rulienta de guardapolvo no tiene por qué. La dejaron linda, es cierto. Tiene puesta la blusita blanca que le trajo la abuela y las pantuflas de corderito. No me pregunta, como siempre, si le traje cigarrillos. Cuando se va la enfermera, me mira fijo y me dice:
—Quiero escaparme a Inglaterra.
Le hago gestos para que se calle, como me hacían a mí cuando reconocía a algún amigo de papá en las fotos en blanco y negro que aparecían en la tele. Pasaban un dibujito  de un hombre con sobretodo gris que escondía un arma en el bolsillo y se escapaba por las galerías del centro. Después venían las fotos tipo carnet y decían algo así como «si alguna vez se cruza con una de estas personas por la calle, llame a este teléfono». Yo le preguntaba a la abuela: pero éste no era tal, éste no era tal.  La abuela me tapaba la boca y cerraba la persiana.
—Quiero vivir en Londres. En una habitación alquilada, con baño afuera. Vos podés venir conmigo.
Me da lástima pincharle el globo, pero tiene que callarse de una vez, por si hay micrófonos escondidos que nos escuchan. No sabe que papá archivó toda su colección de clásicos del pingüinito y los discos de los Beatles. Para mí que cuando le conté lo de la guerra había tomado tantas pastillas que no entendió nada. Debe pensar que los ingleses son todos hippies pacifistas como cuando ella vivía en Londres.
Se acerca a la ventana y me señala al nuevo. Recién ahora me doy cuenta de que tiene el codo derecho siempre doblado, como si no pudiera mover el brazo, y los dedos parecen exprimir una naranja imaginaria. Mamá baja la voz:
—El nuevo nos va a ayudar. Dice que hizo contactos con los ingleses, allá en las islas.
Pobre mamá. Qué va a tener contactos el nuevo. Si los tuviera, no estaría acá encerrado. Ahora corre la reposera, como buscando ponerla otra vez al sol. Mira para arriba y nos descubre. Saluda y después se acuesta de nuevo. Se acomoda el brazo que exprime naranjas imaginarias sobre la panza y cierra los ojos.
—¿Me trajiste cigarrillos?
Saco los Le Mans de la mochila; están un poco arrugados. Recién ahora me doy cuenta: el paquete de Le Mans es celeste y blanco, como la bandera argentina. A mamá no le importa, lo rompe, se mete uno en la boca (parece que lo quisiera masticar) y me pide fuego. Desde que está internada me dejan llevar un encendedor, porque ella no puede tener esas cosas. Tienen miedo de que se lastime. Como justo antes de que la metieran acá, que terminó en el hospital conectada con cables de colores a un televisor que sólo transmitía una línea de montañitas que se movían para mostrar el ritmo del corazón.
—Esta ciudad es una porquería: está llena de árboles —dice y me señala los limoneros raquíticos del patio—. En Londres hay muchos menos; y además, como no hay plátanos no tenemos peligro de morirnos en cualquier esquina. Lo único amarillo es el submarino.
Sin dejar de chupar el cigarrillo, mamá sonríe. Me acuerdo de las canciones de los Beatles que me hacía escuchar desde chiquita. La del submarino amarillo fue la primera que aprendí a cantar. Estaba en ese disco con la tapa de todos colores: John, Paul, George y Ringo parados arriba de una montaña, rodeados de un marinero, un bicho raro, un viejo, manos gigantes, plantas, frutas, y abajo el dibujito del yellow submarine, que no daba nada de miedo: parecía uno de los juguetes de Tomás. Como si me adivinara el pensamiento, mamá me canta un poquito al oído:
We all live in a yellow submarine, yellow submarine, yellow submarine
Algunas partes no sé lo que quieren decir. Aunque me mandaron a la cultural desde chiquita, no se me dan los idiomas. Pero sí sé qué quiere decir lo que pusieron en la tapa del disco, justo al lado del submarino: nothing is real. Cada vez que me pasa algo que no me gusta o veo algo que no me gusta, en casa, en la escuela o en el parque que tengo que cruzar cuando me bajo del colectivo, me repito nothing is real nothing is real nothing is real. No hay caso: aunque me lo quiero creer, no puedo. Es lo mismo que con lo de la señal de la cruz; tiene razón Guillermina: es que yo no tengo fe.
Me acordé de esa canción también el día de la charla en la escuela, cuando vinieron a mostrarnos las fotos gigantes del San Luis, que era oscuro como el monstruo de lago Ness y nos daba escalofríos. Tuvimos que ir todas vestidas en pollera y mocasines porque venían los buzos tácticos. Yo tenía miedo de que se me levantara el uniforme con el viento y se me notara que tenía un algodón en la bombacha. Ese día, aunque tenía ganas, no canté tras su manto. Me acerqué a la caja que había dejado la directora al lado del mástil de la bandera y, mientras me tenía la pollera tableada con una mano, con la otra acomodé el chocolate que había comprado la abuela para los soldados. El mío iba sin carta; porque no había podido escribir una que le gustara a la maestra.
En la despedida de los buzos tampoco canté; la profesora de música me había dicho que solamente moviera la boca. Después, la maestra de matemática inventó un problema con los datos del submarino que nos habían contado los buzos en la charla. Había que multiplicar profundidad por velocidad y dividir por no sé qué otra cosa. A ninguna le salió.
La enfermera vuelve con la bandeja de los vasitos: se ve que no repartió, porque todavía veo los colores de los sugus a través del plástico transparente. La apoya sobre una mesa de madera pintada de blanco, en la entrada de la cocina de la clínica, y se pone a ordenar unas toallas del placard. Mamá se da cuenta de que las pastillas quedaron solas. Tengo miedo de que me las pida. Pero no; parece que no las necesita. Chupa fuerte el Le Mans, se asoma para controlar que el nuevo siga en el patio, y sigue hablando de submarinos amarillos.
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Carolina Bruck nació en La Plata. Es narradora, editora y profesora universitaria. Publicó los libros de relatos No tenemos apuro (2016), Las otras (2013) y Fast food (2008). Por Las otras (Adriana Hidalgo) obtuvo el primer premio de narrativa de la Biblioteca Nacional argentina y fue una de los cinco finalistas del Concurso Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez en Colombia. Sus cuentos y microrrelatos fueron seleccionados para publicaciones colectivas en Argentina, Colombia y España, y para la Audioteca de autores argentinos. Escribió guiones de documentales sobre escritores y artistas, y publicó también, junto a Irene Klein y Laura Di Marzo, el ensayo Cuando escribir se hace cuento, sobre escritura de ficción.
"Submarinos amarillos" fue publicado originalmente en Las otras, Buenos Aires, Adriana Hidalgo (2013). Se publica en #LaAquateca con permiso de la autora.
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