Por Eduardo José Rafel (*)
La noche había pasado plácida en la parrilla. Oyó como levantaban la cortina metálica. Se despertó pero no del todo, solo desarmó un poco el bollo de pelos que formaba para dormir. El aire fresco le rozó los bigotes y entró en sus pulmones pero no alcanzó a moverlo de su sueño. Su cuerpo recordaba esa dulce sensación de ser el mejor, de ser fuerte y ágil como un león pero más encantador, más astuto.
Entornó los ojos y vio la luz del día colándose a pleno entre las mesas. El ruido de los cacharros desde la cocina le anunció que pronto le servirían la leche. Clavó las uñas en el delantal que el mozo dejaba prolijamente doblado sobre mostrador y que él usaba como cama, en lugar de la caja de cartón vacía que le habían asignado.
Estiró las patas delanteras y giró hacia su derecha. Se vio reflejado en el espejo: un gato blanco, totalmente blanco, desde las almohadillas de las patas a lo más alto del lomo. La imagen le gustó mucho. Los gatos blancos inspiran confianza, no como los negros, esos torpes aprendices de brujo que generan suspicacia. Menos aún como los manchados de tres colores que parecen de trapo y, por si fuera poco, son hembras. Él era blanco, inmaculado, regalo que la naturaleza le hace a unos pocos.
Bostezó. Pensó en dormir un rato más, quedarse despatarrado, con la cola a medio caer pero en ese momento vio a la paloma. No estaba en un árbol o una ventana, caminaba por la vereda y movía la cabeza.
Volvió a mirarse en el espejo y agradeció al destino: con el tiempo y el ejercicio constante se había convertido en una bella masa de músculos ajustada para la caza urbana. Sonrió al pensar en los que decían que era un gato gordo y consentido. Se engañaban al creer que su estupendo pelaje escondía la gordura propia de los gatos falderos mantenidos a alimento balanceado, él no era de esos.
Este podía ser un buen día de caza. Arqueó el lomo y tensó la cola. Contuvo la respiración, contó hasta nueve y dejó escapar el aire. Repitió esta acción tres veces: ahora sí estaba despierto.
Comenzar el día con una buena presa lo conectaba con sus instintos más elementales, ni se le pasó por la cabeza comerse a la paloma, pero se la veía tan suave, tan a la mano. La caza como técnica de supervivencia era un tema superado, se había convertido en puro placer y prestigio, poder y reconocimiento.
Saltó del mostrador con determinación. Con un único movimiento de los bigotes supo que no había viento y que el ambiente ya estaba tibio. Avanzó casi sin tocar el piso, como flotando, y llegó hasta la primera mesa, la que solía quedar sin sillas. Se agazapó. Estuvo quieto el tiempo necesario para volverse invisible. La paloma picoteaba un pedazo de pebete; perfecto, el pan aturde los sentidos.
Probó con un simple ejercicio de extensión de uñas, luego se aplastó aun más contra el piso y dio un par de pasos. La paloma ni se enteró, no hizo nada, ni el más pequeño acto reflejo. Él casi pudo sentir el leve silbido de sus garras al cortar el aire, el cuello emplumado cediendo a sus mandíbulas.
Midió con exactitud el espacio que lo separaba de la paloma y se relamió. Entornó los párpados, tensó las patas, se inclinó a la derecha hasta alinearse con su víctima y salió despedido, silencioso, fatal.
Solamente la luz de la luna podía ser más fría y distinguida. Únicamente el viento en algunas ocasiones era tan sereno y dañino a la vez. Solo el vidrio de la puerta todavía cerrada salvó a la paloma.
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Es ingeniero en sistemas y escritor. "Transparencia" se publica en #LaAquateca con su autorización.
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