Cuentopharmaco: ‘Vacaciones en el Amor’

Publicado el 14 febrero 2017 por Ludopharmacos @ludopharmacos

Era el año 1999 en un país de ensueños y una infancia que desconocía de cualquier problemática más allá de la imposibilidad de seguir jugando, debido a la mínima responsabilidad que debía cumplir: la asistencia obligatoria al colegio.

Pero yo no iba a la escuela: me hallaba en el receso de verano. Eran las mágicas vacaciones de aquel 1999, un año mítico, yo ya empezaba a comprender ciertas cosas pues los años no venían solos, detrás de ellos me seguían los primeros razonamientos, los futuros desengaños, las chicas empezaban a desarrollarse, yo seguía siendo un imbécil que ahora tenía granos, pero comprendía que algo estaba por acontecer. Y no solo se trataba del cambio de milenio, ni del calor absurdo que lo hace a uno derretirse en devaneos místicos. No existían los aires acondicionados en mi pequeño mundillo de más allá del conurbano, las tardes se pasaban abajo del ventilador fritandome los ojos en la Sega, o bien insolandome en alguna pileta, vandalizando las calles del barrio, tirando piedras contra los vidrios de las casas abandonadas, robando limones de los patios de los vecinos para luego venderlos… y así poder seguir alquilando eternamente el Rock’n’roll racing.

No iba a la escuela, no estaba contento con la vida: mis amigos estaban de vacaciones, las vecinas iban a la colonia y no podía espiarlas desde el techo de casa: las veía desnudarse en los patios y ponerse las mallas sin saberse espiadas, sin saberse observadas. Allí estaba yo, en mi terraza, parapeteado detrás del tanque de agua, viendo a las pibas vestirse y desvetirse: incluso había unas chicas que se tiraban totalmente desnudas. Yo no sabía por qué lo hacía, me provocaba cosquillas en todo el cuerpo, me causaba un extraño placer que no comprendía… era el año 1999, las cosas funcionaban de una manera extraña, pero yo sentía que algo estaba por destruir todo.

Sólo estaba, mis hermanos se habían internado durante los dos meses en la casa de unos lejanos tíos que vivían en Córdoba. Yo no quería ir, odiaba viajar, me molestaba por sobremanera tener que morir calcinado en el viejo  Dodge 1500… un viaje de casi 12 horas, el auto se rompía siempre, yo era muy inquieto, mi viejo se ponía muy nervioso, mis hermanos me martirizaban por ser el menor, y bueno… mi vieja, que dios la tenga en la gloria, decidió que esta vez yo me quedaba. Con ella. Solos los dos, en el violento verano de Campana.

Y no habían pasado diez horas de la partida de mis hermanos y yo ya me hallaba al borde del colapso mental. Las calles estaban totalmente desiertas, solamente quedaban los parches del asfalto, hechos de brea barata que se derretía formando inmundas trampas como pozos de alquitrán que atrapaban las suelas de mis zapatillas.

Fue así que aconteció todo, yo no lo supe, pero volví de unas de mis andanzas con todas las zapatillas empastadas en brea. Las había arruinado y mi vieja al verme me dio una de sus terribles e infumables peroratas acerca de lo caras que son las zapatillas, lo difícil del trabajo y la imposibilidad de volver a salir. Te quedas acá, me dijo, ¿y qué voy a hacer acá, me vas a aguantar?. Tenés tus jueguitos, djio. No, mami, se llevaron la Sega a Córdoba, ¿qué voy a hacer?

Mi madre no podía contenerme. Si no podían ni la docente, regente, preceptora y directora de la escuela, cómo iba a poder una sola madre, si ni siquiera la sumatoria de todas ellas podía con mi agilidad y destreza para trepar arboles, saltar paredones y esquivar viejas con bolsas repletas de mandados.

La penitencia no duro mucho, porque mi cuerpo inquieto pedía a gritos saltos y escapes. Ella no podía controlarme, nadie podía hacerlo, todos lo intentaron, y con los más variopintos argumentos. Necesitaban contenerme, dejarme encerrado, pero no por el simple hecho de encarcelarme: afuera era incontenible, un peligro para mi mismo pero más aun para terceros.

Esteban, por favor, comportate, yo te amo, lo hago por vos, no tenes idea lo que es amar a alguien, sos muy egoísta.

Todo el tiempo me decían que me amaban. Ella, mis tías y primas, mi viejo, incluso Graciela mi maestra, Mirtha la directora, cómo podía saber que era cierto, o como podía saber yo si realmente me amaban, yo solo quería saltar paredes y charcos, pisar cocodrilos, amedrentar ladrones, talar árboles, robar limones y venderlos…

Una de esas tantas tardes de Enero me escapé, como siempre lo hice. Y fue extraño, porque mi vieja siempre intentaba poner todo tipo de obstáculos para mantenerme encerrado: llaves, cerraduras, cadenas, palanquetas, persianas trabadas, yo era el niño Houdini que siempre huía de la muerte. Tuve miedo ante tanta libertad al alcance y mis sentidos se paralizaron. Me quedé helado sin saber que hacer y cuando eso me sucede, me tiro de cabeza hacia la heladera a consumir monstruosas cantidades de azúcar que me ayuden a liberar la mente. Quizás por eso mi vieja, que era ante todo sabia -pues como dice el dicho, el diablo no sabe por diablo sino por viejo-  me dejó una nota pegada en la heladera. Decía:

Esteban:

Volveré tarde. Por favor, no hagas nada estúpido. Si me querés tanto como te amo a vos, te vas a quedar tranquilito. Te prometo una sorpresa, un regalo de amor que espero te guste mucho. Te dejo 10$ para que vayas al videoclub. Un beso, MAMI.

Diez pesos. Me sentía millonario. Con esa cantidad absurda podía evitar mis correrías por la calle y dedicarme a vandalizar mundos digitales en mi querido videoclub. Pero lo cierto era que yo tenía unos 8$ de deudas, y por eso no podía acercarme allí. Era momento de saldar mis cuentas. Y ganar algunas partidas de NBA Jam.

El tipo del video se comporto de manera extraña. Siempre era muy jovial y hablaba hasta por el culo, pero esta vez me miraba y parecía contenerse. Algo extraño ocultaba. Yo se que en el aire, en la ciudad, en el barrio y en todos lados había una sensación de desasosiego por el fin del milenio, las extrañas elecciones, el fin del menemismo, cosas que para mi no significaban absolutamente nada, pero que inevitablemente dejaban una extraña marca en todas las personas adultas.

Él me miraba y contaba moneda por moneda, y yo estaba seguro de algo: me ocultaba información. Quizás ya habían llegado las play y no me dejaba jugar,  tal vez tenía algún cartucho que no se decidía a alquilarme o simplemente estaba siendo cínico conmigo, como todos los putos adultos.

Pagué y no pude jugar a nada, porque nadie había, todo era desolación, calor infrahumano y tristeza. Me fui corriendo, saltando canteros, colgándome de árboles, tocando timbres, pateando puertas y revoleando piedras a los pocos pájaros que se animaban a desafiar el abrumante verano.

Y antes de llegar, la veo a ella, a mi madre, cruzando hacia mi casa con una gran bolsa encima. Mi terror es absoluto: ¡va a descubrir que me escapé! Me apresure, di un pique imposible hasta el garaje, ella no me vio, y yo me escabullí por los recovecos que tanto conocía; mientras me raspaba brazos y piernas por el contacto con ladrillos y vidrios, recordé que en realidad, ella me había dejado salir y que nada de esto tenía sentido.

Entró y yo estaba limpiándome las heridas como un pobre perro de la calle. Ni siquiera miró los tajos y cortes que me hice en los antebrazos. Levantó su mirada hacía mi y me dijo: Tengo algo para vos, Esteban, para que conozcas el amor, para que sepas lo que es amar a alguien tanto como yo te amo a vos, que me desvivo cada vez que te escapas de casa y te lastimás, que me pongo a llorar cada vez que te veo entrar hecho una piltrafa, que no puedo dormir la siesta porque sé que te vas a ir por los techos de la terraza, yo que te amo y veo como saltás y saltás, yo que te amo y temo por cada caída, cada raspón, yo quiero que veas, hijito, Esteban mi chiquito, lo que es el amor, el verdadero amor, ese que te hace padecer la partida del otro, ese que te hace sufrir por los dolores de ese a quién amas, esto es para vos, nene, para que empieces a entender cómo es el amor

De una gigantesca bolsa blanca sacó una enorme caja negra que contenía dos palabras. Dos y solo dos palabras que eran sinónimo de Amor. Cada uno construye su significado de Amor, y yo, allá en el año 99′ ya entendía que algo estaba cambiando y no solo en el curso de la humanidad, que se encaraba de lleno a un nuevo milenio; no solo de mi realidad, que comenzaba a resquebrajarse para siempre, con el fin de una época de ensueño; sino que algo cambiaba en mi, con granos que aparecían, un pito que actuaba de maneras extrañas y vecinas desnudas que comenzaban a gustarme y no repugnarme. Estas dos palabras, que eran el Amor, se proyectaron en una caja de cartón negra, allá en una infernal tarde de verano campanense: esas dos palabras estaban escritas en letras grises y decían Sony Playstation, que para mi eran lo mismo que el Amor, pues ella iba a ser siempre, La Más Linda Del Amor.

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